El futuro no es nuestro

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En su libro más importante, Mark Fisher realiza un brutal diagnóstico político acerca del modelo que rige las sociedades modernas. ¿Realmente no hay alternativa al neoliberalismo?, se pregunta. ¿Hay forma de pensar otros futuros?


Mark Fisher tenía poco más de 40 años cuando publicó su primer libro, a fines de 2009, en el Reino Unido. Era por entonces un crítico cultural —un teórico cultural— que había empezado a ser reconocido, sobre todo, por los textos que publicaba en su blog "k-punk": un espacio de discusión acerca del presente, el lugar en el que Fisher ensayaba una respuesta a aquellas preguntas que lo atormentaban o que, simplemente, le producían curiosidad: textos en los que podía analizar una película de Alfonso Cuarón o David Lynch, un disco de Kanye West o una novela de Margaret Atwood, y descubrir en aquellas experiencias estéticas —en aquellas experiencias sensoriales— un camino para entender las discusiones políticas del presente.

¿Qué era el presente, entonces? Era un cúmulo de dudas, después de haber sobrevivido a la crisis económica de 2008; esa en la que los bancos se hundían y tuvo que aparecer el Estado para salvarlos.

En medio de esos días, Mark Fisher fue escribiendo lo que sería su primer libro: Realismo capitalista. ¿No hay alternativa? (Caja negra), un ensayo en el que entrega un diagnóstico feroz del modelo económico que rige a la mayor parte de las sociedades contemporáneas de occidente. De hecho, ya en las primeras páginas cita aquella famosa frase que no se sabe si la dijo Fredric Jameson o Slavoj Žižek, pero que anuncia el camino que recorre su ensayo: "Hoy parece más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo".

Lo que lo lleva a pensar en aquella famosa frase es Children of men (2006), de Alfonso Cuarón, esa distopía en la que el mundo sigue regido por el capitalismo tardío, mientras viven una crisis de infertilidad que parece no tener solución. Ese mundo de Children of men, dice Fisher, es un mundo que se parece muchísimo al nuestro, en el que coexisten campos de concentración y cadenas de café sin mayores problemas.

¿Pero qué es eso que Fisher ha decidido llamar "Realismo capitalista"?

Por una parte, hay un evidente guiño irónico al "realismo socialista", pero por otra hay un intento por darle nombre al sistema actual y su ideología. Lo dice así Fisher: "Es algo más parecido a una atmósfera general que condiciona no sólo la producción de cultura, sino también la regulación del trabajo y la educación, y que actúa como una barrera invisible que impide el pensamiento y la acción genuinos".

Estamos, dice Fisher, en un punto en el que nos resulta imposible imaginar otra futuro, otra forma de organizar las sociedades modernas, en el que somos incapaces de inventar un futuro. "No hay alternativa", decía Margaret Tatcher.

¿Pero realmente no hay alternativa?

¿El futuro no es nuestro?

Fisher, a lo largo de Realismo capitalista, va entregando detalladamente su diagnóstico, desde lo cultural hasta lo político, pasando y deteniéndose en el tema de la educación.

Lee, de hecho, en el caso de Children of men, esa crisis de la infertilidad más bien como una crisis acerca de lo nuevo y de lo viejo. Dice: "La pregunta que nos hace el filme es: '¿Cuánto tiempo puede subsistir una cultura sin el aporte de lo nuevo? ¿Qué ocurre cuando los jóvenes ya no son capaces de producir sorpresa?'". Y un poco más adelante agrega: "La tradición pierde sentido una vez que nada la desafía o modifica. Una cultura que sólo se preserva no es cultura en absoluto (…). Un objeto cultural pierde su poder una vez que no hay ojos nuevos que puedan mirarlo".

Todo esto ha llevado, por ejemplo, al surgimiento de la retromanía de la que habla en su famoso ensayo Simon Reynolds, y entonces todo parece volverse una reiteración eterna. Y esa inmovilidad, por supuesto, también se ha adueñado de la política. Fisher habla de que vivimos tiempos de una "esterilidad política", de un agotamiento de la imaginación: "El capitalismo ocupa sin fisuras el horizonte de lo pensable".

En un punto, el modelo —que está lleno de fisuras y que mostró sus debilidades de manera brutal con la crisis bancaria de 2008, cuando los Estados tuvieron que salir a rescatar a la banca— ha logrado implantar su ideología de forma tan certera que funciona como una "representación del orden natural de las cosas".

Fisher anota en un momento: "A lo largo de los últimos treinta años, el realismo capitalista ha instalado con éxito una "ontología de negocios" en la que simplemente es obvio que todo en la sociedad debe administrarse como una empresa, el cuidado de la salud y de la educación inclusive". Y esto último qué bien lo sabemos los chilenos.

Pero el modelo tiene fisuras —la burocracia, por ejemplo, que tiene su imagen más contundente en la figura de los call center—, y Fisher se detiene en ellas para pensar cómo a partir de esos problemas se puede pensar una solución y un futuro distinto, un futuro desde la izquierda.

Uno de los diagnósticos más brutales que plantea Fisher es el vínculo entre política y problemas de salud mental. Lo dice así: "La locura no es una categoría natural sino política. Lo que necesitamos ahora es una politización de aquellos desórdenes en apariencia mucho más 'normales'. Y justamente es su normalidad lo que debería llamarnos la atención. En el Reino Unido la depresión es hoy en día la enfermedad más tratada por el sistema público de salud. En su libro The Selfish Capitalist, Oliver James afirma de manera convincente que existe una correlación entre las tasas crecientes de desorden mental y la variante neoliberal del capitalismo que se practica en países como el Reino Unido, los Estados Unidos y Australia".

Fisher sabe de lo que habla no sólo por su formación teórica, por su lucidez admirable, por esa inteligencia que le permite leer la cultura y la sociedad y la política como un todo, sino también porque vivió algunas crisis importantes que lo llevaron a hacer estos diagnósticos. Más de un par de veces lo abatió la depresión y más de un par de veces también lo golpeó la experiencia de haber hecho clases a secundarios, en los que fue testigo de cómo la salud mental de sus estudiantes se ha deteriorado por muchos factores sociales.

En uno de sus textos más desgarradores —que está incluido en su segundo libro, Los fantasmas de mi vida—, Fisher cuenta sus experiencias con la depresión y cómo las marcas de clase influyeron en ese devenir: a aquellos a quienes se les enseña a pensarse a sí mismos como inferiores, es muy difícil que algún día logren salir de ese lugar. Y si lo logran —como le ocurrió a Fisher—, aquellas marcas nunca se borran, siempre estarán ahí, como una cicatriz con la que es necesario aprender a convivir.

Hacia el final del libro, Fisher da algunas pistas de lo que él cree pueden llevarnos a imaginar otro futuro, algunas ideas que le parece que la izquierda podría aprehender para buscar una alternativa al realismo capitalista. Por ejemplo, politizar aquellas zonas que el capitalismo tardío ha dejado a un lado. Anota: "La politización requiere de un agente político que transforme en un terreno de batalla lo que se da por descontado".

Esa batalla es la que hay que dar, dice Fisher. No es casualidad, entonces, que el año pasado, en sus redes sociales, los diputados Giorgio Jackson y Gabriel Boric comentaran justamente que estaban leyendo Realismo capitalista.

Las ideas y reflexiones de Fisher comienzan a difundirse en una nueva generación de políticos. Porque "tal y como han afirmado muchísimos teóricos radicales, desde Brecht hasta Foucault y Badiou, la política emancipatoria nos pide que destruyamos la apariencia de todo 'orden natural', que rebelemos que lo que se presenta como necesario e inevitable no es más que mera contingencia y, al mismo tiempo, que lo que se presenta como imposible se rebele accesible", dice Fisher.

Y agrega: “Es bueno recordar que lo que hoy consideramos ‘realista’ alguna vez fue ‘imposible’”.

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