Vivir por la poesía: Alejandra Pizarnik, belleza en la grieta

Con obras como El árbol de Diana, o Los trabajos y las noches, Alejandra Pizarnik desarrolló una carrera poética marcada por lo personal, pues sobrellevó la poesía como el centro de su vida. En su natalicio, en Culto perfilamos a la poeta argentina, una de las autoras fundamentales dentro del canon de la literatura hispanoamericana.


Vivió para la poesía, por la poesía, con la poesía. Y en su hora final, no podía estar ausente. En una pizarra que tenía en su cuarto, anotó con tiza los que serían sus últimos versos:

50 pastillas de Seconal —un barbitúrico empleado para tratar la angustia y la ansiedad— tomadas de un solo tirón terminaron llevándola a ese fondo al que le cantaba. El 25 de septiembre de 1972, a los 36 años, Alejandra Pizarnik concretó uno de sus intentos de suicidio.

Se acababa la poeta. Se acababa la literatura.

Al día siguiente, fue velada en la nueva sede de la Sociedad Argentina de Escritores. El local no se había inaugurado, y el deceso de Pizarnik fue el acontecimiento que le dio su estreno.

En sus Diarios (Lumen, 2003) Pizarnik ya se había referido en múltiples ocasiones a la idea del suicidio como una sombra rondante sobre su cabeza. Acá una de ellas.

“Estoy en un lugar tan peligroso que no tengo fuerzas para tener miedo. (De súbito, recuerdo que V. Woolf se suicidó.) La idea de suicidio me persigue. Suicidarme en París para no ser enterrada en una ciudad que detesto, y que me parece detestar menos, paradójicamente, desde que P. R. huyó o se escondió”, anotó el 3 de agosto de 1968.

Nacer para escribir

Flora Alejandra Pizarnik Broznike. Poeta. Nació el 29 de abril de 1936 en Avellaneda, Buenos Aires, Argentina.

Fumadora empedernida (“qué imprescindible es en mi vida el cigarrillo”, anotó en su diario el 20 de mayo de 1959); Judía, descendía de una familia rusa que profesaba la religión hebraica y que llegó al país trasandino con el apellido Pozharnok, pero, como solía suceder a menudo con los inmigrantes a principios del siglo XX, el apellido fue cambiado en forma accidental por el habitual funcionario burócrata a cargo de consignar el ingreso de la familia en el registro de inmigraciones, de modo que quedó en Pizarnik. Algo así como le pasó al joven Vito Andolini, desde Corleone.

Con una infancia difícil, Alejandra –como prefería que la llamaran–, desde muy joven decidió que la literatura sería el centro de su vida. Acaso como una vía de escape.

“Mi felicidad o bienestar más grande sucede en un día como el de hoy: sola, leyendo y escribiendo. Lo demás, aun el hecho de ir al cine, y mucho más el ver gente, es un esfuerzo doloroso”, anotó en sus Diarios el 9 de julio de 1960.

Por eso mismo, en 1960 decidió emprender un viaje hasta París, entonces, la meca de la creación literaria. Ahí, salvo por conocer a Julio Cortázar, Italo Calvino y a Octavio Paz, no encontró lo que buscaba. En sus Diarios, expresa en muchos pasajes su inconformidad con la vida que llevaba en la capital francesa y sus deseos de volver a Buenos Aires.

Aunque curiosamente, cuando regresó a Argentina, extrañaba París.

Para sobrevivir en la ciudad luz, obtuvo un trabajo en la revista Cuadernos, gracias a Octavio Paz (a quien en sus diarios se refería simplemente como “Octavio”) pero esa ocupación la disgustaba y no le hacía feliz. Incluso llegó al punto de que simplemente dejaba de lado sus obligaciones y se ponía a leer poesía. En carta a su amigo, el psicoanalista León Ostrov del 3 de abril de 1962, y que se lee en el volumen Cartas (Eduvim, 2012), Alejandra le cuenta:

“Mi trabajo en Cuadernos continúa siendo fastidioso y fatigoso. Ahora trabajo de 9.00 a 12.30 hs. Objetivamente no es mucho tiempo pero vuelvo tan cansada que debo dormir. Con todo mi respeto por el psicoanálisis me atrevo a no estar de acuerdo sobre la importancia de «ganarse la vida» una misma. Creo que me la ganaría más quedándome dormida hasta muy tarde y recibiendo dinero sin tener que escribir a máquina doscientas direcciones por día”.

Con Ostrov había iniciado unas sesiones de terapia en base al psicoanálisis, a fines de la década de 1950. Pese a dejarlas, con el psicoanalista terminó desarrollando una amistad que se mantuvo hasta el final de sus días. Incluso le dedicó un poema, “El despertar”, que se encuentra en Las aventuras perdidas (1958).

Ya viviendo en Francia, en 1960, Alejandra cuenta en sus Diarios que ha iniciado una terapia siquiátrica. En reiteradas ocasiones habla de “mi enfermedad”, sin especificar a qué tipo de enfermedad mental se refiere.

Sin embargo, no todo fue tan malo viviendo en París. Ahí publicó su poemario Árbol de Diana (1962), el cual fue prologado por su amigo Octavio Paz con un poema en clave surrealista que es un imperdible.

Pizarnik admiraba mucho al hombre de “Piedra de sol”. En sus Diarios, anotó el 18 de junio 1969: “Mi deseo de ser Octavio Paz es un absurdo, a mí me cuesta adquirir una cultura enciclopédica. A él no le cuesta nada porque es un intelectual innato”.

Dolores y fantasmas

Para esos entonces, 1962, Alejandra Pizarnik ya llevaba publicado cinco poemarios: La tierra más ajena (1955), Un signo en tu sombra (1955), La última inocencia (1956), Las aventuras perdidas, (1958) y Árbol de Diana (1962). Es decir, entre los 19 y los 24 años había escrito versos sin detenerse.

¿Cómo se puede caracterizar su poesía? La periodista y escritora Montserrat Martorell la define así: “La patria es la infancia, decía Rilke, y en Pizarnik esa sentencia construye el universo entero. La identidad cruza su obra, el desgarro, la herida, la sexualidad, los mundos inconscientes. Hay una belleza en la grieta, hay una belleza en lo oscuro, en el desborde, en aquello que está roto y quebrado. Pizarnik escribe luces en las sombras. Es la escritura de la búsqueda, de la introspección, del silencio hablado, del impulso”.

Montserrat Martorell.

Al leer su poesía y sus Diarios, es notorio observar cómo Pizarnik plasmaba en el papel todos esos fantasmas y dolores internos. Hablaba de su frustración por no ser bella, su tartamudez, de su deseo de no querer relacionarse con la gente, de su frustración por no ser más intelectual, de su ambigua relación con la sexualidad, entre otras cosas.

Sobre esta presencia de su propia introspección en sus escritos, Montserrat Martorell opina: “Hay dos vidas. La vida que uno vive y la vida que uno escribe e irremediablemente ambas se conectan en diferentes puntos. Ella lo sostiene y lo reproduce en cada poema: ‘escribir es reparar la herida fundamental, la desgarradura. Porque todos estamos heridos’. Esa exposición, ese develamiento es supremo”.

Martorell se explaya sobre lo íntimo y profundo de los poemas de la trasandina: “Pizarnik escribe sin disfraces, sin máscaras. Sus versos son delirantes y honestos: ‘Escribir es buscar en el tumulto de los quemados el hueso del brazo que corresponda al hueso de la pierna. Miserable mixtura. Yo restauro, yo reconstruyo, yo ando así rodeada de muerte’”.

“Creo que su pulsión siempre estuvo en esa vida escrita. Ella sabía que ahí podía hacer lo que quisiera”, remata la autora de Antes del después (LOM, 2018).

En el citado volumen Cartas, León Ostrov recuerda de esta forma la relación de Pizarnik con la poesía: “La entrega de Alejandra a la poesía era total, absoluta. Fue lo que le permitió resistir —hasta que decidió abandonar la lucha— los embates del viento feroz”.

Ese “viento feroz” al que se refería Ostrov, muchas veces lo consignó en sus diarios. Estando en París, el 24 de mayo de 1960 describió en sus Diarios los primeros fantasmas que conoció en su vida, y que no dejarían de seguirla.

“Y ahora me he echado a dormir, cómodamente, me he echado a comer y a fumar y a vomitar y a enfermarme, porque si empeoro demasiado, vuelvo a Buenos Aires y me psicoanalizo, y si no tengo plata para psicoanalizarme amenazo a papá y a mamá: ‘O me dan plata para analizarme o me vuelvo loca’. Y quizás llore y grite y les recuerde cuánto me frustraron de niñita: no me compraron la bicicleta, me pegaron a los doce años, fornicaron en mi presencia, se besaban cuando yo miraba, me hicieron dormir en su cuarto hasta los ocho años, mamá me amenazó con cortarme la mano una vez que me descubrió masturbándome cuando yo tenía tres años, o me dieron una educación completa, haciéndome aprender varios idiomas —porque los idiomas hay que aprenderlos en la infancia—, mamá me provocó complejos de solterona a los diez y ocho años, que si no fuera por la histeria, por la neurosis, por la esquizofrenia que me provocaron yo sería hermosa, puesto que lo que me impide serlo son los rasgos somáticos en que se expresa mi enfermedad, y además la tartamudez herencia o regalo de papá, la miopía, la columna vertebral desviada”.

A la vuelta de París, en Buenos Aires publicó quizás su libro más aclamado: Los trabajos y las noches (1965). Un libro de poemas cortos, pero intensos. No pasó desapercibido y recibió el Premio Municipal de Poesía de la capital trasandina.

Alejandra Pizarnik comenzó a ser reconocida como poeta, algo que no terminaba por cuajarle. El 23 de septiembre de 1969 anotó en sus Diarios al respecto: “Heme aquí transformada en una distinguida poeta, galardonada y considerada como representativa de la poesía argentina. Nada más lejos de mí que esta imagen absurda”.

En sus Diarios, Alejandra solía ir comentando las lecturas en que estaba inmersa en cada momento. Menciona mucho a Julio Cortázar, Ezra Pound, Rainer Maria Rilke, César Vallejo, Franz Kafka, Fiodor Dostoievsky, Octavio Paz, y por supuesto, los franceses: el Conde de Lautremont, Charles Baudelaire, Arthur Rimbaud. Incluso opinó sobre alguno de ellos.

“Es extraño: en español no existe nadie que me pueda servir de modelo. El mismo Octavio es demasiado inflexible, demasiado acerado, o, simplemente, demasiado viril. En cuanto a Julio, no comparto su desenfado en los escritos en que emplea el lenguaje oral. Borges me gusta pero no deseo ser uno de los tantos epígonos de él. Rulfo me encanta, por momentos, pero su ritmo es único, y además es sumamente musical”, anotó el 1 de mayo de 1966.

El golpe de nocaut

Un hecho que marcó a Alejandra Pizarnik fue el fallecimiento de su padre, el 18 de enero de 1966. El tema de la muerte aumentó la frecuencia en que la rondaba y la hizo entrar en un estado de desesperanza.

“La muerte de mi padre hizo mal mi muerte. Mi terror de andar y moverme y comer y respirar. Me asfixio yo sola. Sólo tengo paz por la noche cuando leo, olvidada y perdida, lejos de mí y aun del libro que leo. ¿Y la esperanza en la literatura? Aún quedan resabios y sin embargo no sé qué decir ni cómo ni para qué”, escribió el 18 abril de 1966 en sus Diarios.

De hecho, Pizarnik intentó volver a París a fines de la década del 60’. Lo hizo, aunque nuevamente no encontró lo que buscaba.

Pero el daño en su cabeza estaba hecho. Intentó suicidarse. Preocupado, su amigo Julio Cortázar le envió una sentida carta, en septiembre de 1971, donde le pedía que se mantuviera con vida.

“¿Te das realmente cuenta de todo lo que me escribís? Sí, desde luego te das cuenta, y sin embargo no te acepto así, no te quiero así, yo te quiero viva, burra, y date cuenta que te estoy hablando el lenguaje mismo del cariño y la confianza –y todo eso, carajo, está del lado de la vida y no de la muerte”, escribió el autor de Bestiario. La carta se puede leer en el volumen Cartas 1969-1976 (Alfaguara, 2012).

Pero las palabras de su amigo no pudieron remover un barco que ya estaba dirigiéndose a su destino inexorable.

Diez años después de su muerte, León Ostrov —en el citado libro Cartas— se refirió al camino escogido por la autora de Extracción de la piedra de locura para terminar con su vida. “Siempre confié en Alejandra. Más allá de sus desfallecimientos, de sus abandonos, de sus renuncias, de sus angustias, de sus muertes —de su muerte— sabía yo que estaba salvada, irremediablemente, porque la poesía estaba en ella como una fuerza inconmovible”.

Agregó Ostrov: “Y si los poderes oscuros, algunas veces, parecían ganar terreno, no era más que el trámite inevitable para que, después, lo terrible entrevisto se convirtiera en condición de crecimiento y de mayor lucidez. Hasta que Alejandra —hace diez años— decidió “interrumpir su búsqueda. ¿Porque había ya encontrado? ¿Porque sintió que nunca encontraría?”.

La sexualidad: una nave bamboleante

Un tópico que se encuentra a menudo en los poemas de Pizarnik es la sexualidad. Es que la autora tuvo una activa vida en ese aspecto. Y muchas dudas también.

En sus Diarios, señala haber tenido encuentros sexuales tanto con hombres como con mujeres. Pero nunca se define de manera certera como bisexual. El asunto se complejiza porque pasó por un bamboleo de varias etapas.

Hacia fines de los 60’s, anotó con claridad que no se sentía atraída por las mujeres. “Mi posibilidad de casarme y tener hijos es mínima. Mejor dicho, no hay ninguna. En el fondo, me repugna ser mujer. Si fuera muy bella, lo aceptaría. ¿Por qué soy tan poco femenina si no soy homosexual? Y jamás he sido femenina. E. M. dijo lo contrario. Tal vez soy demasiado femenina”, anotó el 17 de noviembre de 1959.

Lo curioso, es que en ese mismo 1959, pero en enero, se manifestó dispuesta a explorar dicha posibilidad, pero sin comprometerse. “Ojalá fuera homosexual. Siempre me lo digo. Pero no creo posible, para mí, arribar a un orgasmo con una mujer”.

Viviendo en París, el 4 de junio 1960, registró una declaración que parece taxativa, pero a la vez, poco certera. “Dejé de pintarme. Ahora parezco una lesbiana típica. Bienvenida sea. Para qué mentirme. A mí me gustan las mujeres, solo las mujeres. Pero no sexualmente. He aquí el problema”.

Pero el barco seguía bailando en un mar torrentoso. Años después, el 22 de febrero 1969, volvió a reiterar que no se sentía lesbiana.

“Creo que F. y yo nos debemos a los hombres; creo que no somos lesbianas, y tal vez ésta sea nuestra desgracia. Creo que lo que me impidió acceder al requerimiento de D. C es su signo Géminis, idéntico al de mi padre”.

¿Qué leer de Alejandra Pizarnik?

Con doce poemarios, una obra de teatro e incluso, incursiones en la prosa (disponibles en el volumen Prosa reunida, de Lumen), la vida literaria de Alejandra Pizarnik dejó bastante material para explorar. ¿Por dónde empezar? Montserrat Martorell entrega una guía para Culto.

“Hay muchas y muy bonitas ediciones. Recomendaría La tierra más ajena, Árbol de Diana y Extracción de la piedra de locura. Hace poco me regalaron Poemas franceses, trece textos que fueron escritos entre 1962 y 1963. Me parece una interesante recopilación que muestra su quietud, su intensidad, su vanguardia (“una ausencia/a cada uno su ausencia”). Ojo que también escribió teatro. Hay una obra que se llama ‘Los perturbados entre las lilas’. Ahí trabaja el absurdo como tópico fundamental”.

A la hora de escoger un poema, Martorell cita uno del libro Las aventuras perdidas, titulado “La carencia”. Dice así.

Montserrat explica su elección: “Para mí acá está todo, acá está el sentido de su escritura. El asumir la derrota, el asumir la incomprensión, el asumir la soledad y darse cuenta, con la misma fuerza, que hay que volar, que hay que seguir”.

“Este poema habla de la libertad, de romper cadenas, de caminos que se abren, de misterios que no se alcanzan a tocar. La necesidad de la palabra, la expulsión de la escritura, el vacío, lo inerte y la vida otra vez”, agrega.

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