Columna de Gabriel Zanetti: Envejecimiento

Tal vez todos nos sentimos viudos de una época que se fue y hemos envejecido de golpe, presos del pánico como sugiere Lihn en La pieza oscura.


Hoy al despertar me costó un poco asumir las nuevas condiciones de vida. Cerré los ojos, me di un par de vueltas. El ruido -indefinido pero familiar- se esfumó y pude dormir un poco más. A las once de la mañana me meto a la ducha. Salgo. Miro mi cara en el espejo. Además de los kilos extra descubro arrugas, ojeras y muchas más canas de las que recordaba.

Se habla públicamente del alza de peso de las personas, pero no del envejecimiento. Después de ver mi nueva cara comencé a ver caras nuevas en casi todos los individuos. Símbolos de estrés y desconcierto al observar el rostro de un amigo o familiar. Todo esto me hace recordar a un amigo madrileño al que se le puso la cabeza blanca horas después de que muriera su esposa.

Una transformación estética que en el fondo es de salud. Es lógico que envejecer es inevitable, pero se ha incrementado la velocidad de la degeneración física en tiempos de pandemia, al igual que la del amigo de Madrid que quedó viudo de un día para otro: la muerte o su posibilidad como agente de deterioro. Los temas de salud son difíciles de resolver o enfrentar por miedo consciente o inconsciente a la muerte. Yo mismo he intentado hacerme varios chequeos y no los he resuelto todos. Una vez que llego al centro de salud deserto al ver filas o aglomeraciones, de las cuales emerge la pregunta inevitable: ¿cuántas de estas personas tendrán Covid?

La obesidad no es otra cosa que un cuerpo atrofiado. Mi papá no ha engordado, pero sus dolencias lumbares y de rodilla llegaron en esta temporada a un nivel preocupante. Un amigo, José Tomás Rojas, traumatólogo y ortopedista, lo vio, y el veredicto no fue alentador. Nada definitivo, pero nada que tenga mucha solución a los sesenta y ocho años. Atiné a regalarle zapatillas al afectado -que siempre anda de mocasín o zapato muy lustrado- y comprarle ampollas de diclofenaco que ahora último, él mismo se inyecta.

Ni hablar de problemas emocionales. Tal vez todos nos sentimos viudos de una época que se fue y hemos envejecido de golpe presos del pánico como sugiere Lihn en La pieza oscura. Tampoco es que extrañe el vértigo del pasado reciente -esa especie de vértigo, por que ahora estamos en otro-, pero la pérdida abrupta de algo, en este caso un modo de vivir, implica un antes y un después que deja una marca profunda.

Correlatos hay por montones. Hace unos días nada más, vimos el empate de Chile con Colombia a estadio vacío. Las redes sociales han hecho festín con los gritos desaforados del arquero Brayan Cortés, asunto que entristecía aún más el Estadio Nacional sin público (también se escuchaba el canto de queltehues). El poeta Bruno Vidal escribe en El libro de guardia: “Estoy en la parte más alta del Estadio Nacional / Ese marcador mítico hace que evoque los triunfos / y las derrotas / En el círculo central aparece la figura de mi padre”. Siempre que veo partidos de la selección evocó a mi padre: un sujeto que fue partidario de Allende, mirista con funciones de seguridad respecto a los altos mandos de la cúpula. Tuvo que exiliarse un tiempo en Argentina, es uno de los tantos decepcionados de la vida política. Pienso en el poeta Jorge Teillier, que tiene un libro de título profético, como suele suceder en los poetas de verdad: Para un pueblo fantasma. Es cosa de asomar la cabeza por la ventana y ver cómo deambulan muchos ciudadanos.

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