Columna de Marisol García: El magnetismo de Zalo Reyes en los 80: cómo resistirse

Crédito: Archivo Histórico / Cedoc Copesa.

La combinación de su canto portentoso con un carisma magnético, quizás no tenga después de él parangón comparable entre cantantes hombres del país. Encantador y seguro de sí mismo, orgulloso y displicente con las reverencias, el talante tras su éxito de la primera mitad de los años 80 llegó a desafiar convenciones de clase, género y trato social.



“Esta noche vamos a traer a alguien que nunca imaginaron que actuara para ustedes”. Sonaba como a una advertencia la frase de Antonio Vodanovic al inicio del programa nocturno Permitido, en 1982.

Las absurdas ínfulas de gran estelar del espacio de Televisión Nacional dirigido por Sergio Riesenberg desde el Anfiteatro Lo Castillo, en Vitacura, parecía considerar necesario cierto acomodo para recibir a un invitado de Conchalí. El video de archivo nunca muestra incómodo a Zalo Reyes, al contrario: entre tema y tema, él mismo alimenta con humor la distancia entre su origen y “la gente linda” al frente suyo. Hace una cita a Señor abogado, bromea con It’s now or never y cierra con El día que me quieras, todas en impecable despliegue vocal y dominio escénico. Y aunque Reyes era entonces el cantante con mejores ventas en el país —con un cancionero que ya incluía el bolero eléctrico Una lágrima y un recuerdo, el santo grial cebollero de Una lágrima en la garganta y la cautivante Motivo y razón—, Vodanovic lo despide en cámara como “un artista que vino a buscar una oportunidad”, como quien se autoaplaude de estar haciendo un favor.

Hoy, cuando nadie recuerda tan pretencioso programa, para Zalo Reyes hay despedida de gran figura, y es lo que merece. La línea de próceres del canto romántico chileno lo deja enlazado a nombres con los que compartió talento y devoción por la cultura popular. De su admirado Ramón Aguilera aprendió a encender emociones apelando a la vivencia trabajadora de quienes le escuchaban, sin nunca falsear que era ésa también la suya.

A Germaín de la Fuente lo unía el gusto doble por el bolero y el pop en inglés (KC and the Sunshine Band había sido una de sus referencias al partir junto al grupo Espiral). Y si alguna vez habló con entusiasmo del canto de Lucho Gatica, se intuye que era por cómo se permitía la destemplanza, incluso al exponer el relato de quien pierde en el amor. Escuchando a los mejores tríos de boleros y valses peruanos, el oído de Zalo Reyes fue haciéndose exigente en instrumentación y arreglos, además de demandante en un repertorio que en varios discos suyos mostró la selectividad precisa.

La combinación de su canto portentoso con un carisma magnético, quizás no tenga después de él parangón comparable entre cantantes hombres del país. Encantador y seguro de sí mismo, orgulloso y displicente con las reverencias, el talante tras su éxito de la primera mitad de los años 80 llegó a desafiar convenciones de clase, género y trato social. Al Festival de la Canción de Viña del Mar de 1983 llegó luego de negociar hasta conseguir cuatro veces el monto de pago originalmente ofrecido por la organización. En los meses que siguieron, el cantante concentró un concierto propio en el Estadio Santa Laura, en marzo; dos fondas con su nombre —una en Avenida Kennedy, la otra en Conchalí—, en septiembre; un cupo de tres canciones en el Carnaval de Miami, en Florida, Estados Unidos (con transmisión continental por Univisión); la aparición en uno de los más famosos programas de la televisión mexicana (“Siempre en domingo”) y el nombramiento como «hijo ilustre» de su comuna.

Nicanor Parra le dedicó un poema completo con su nombre en el título, y una empresa cosmética anunciaba una línea de productos de perfumería con etiqueta “Zalo Reyes”. No era un cantante buscando oportunidades, sino un fenómeno capaz de descolocar el paternalismo del espectáculo local de entonces. Con justicia, moldeó las reglas a su modo. No daban ni ganas de ofrecerle resistencia.

*Marisol García es autora del libro Llora, Corazón. El latido de la canción cebolla

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