Culto

Esos polvos satánicos: un relato de Jaime Bayly

No me enorgullece recordar que me rebajé al deshonor de ser adicto a la cocaína durante cuatro años que pudieron costarme la vida. Cuando me han preguntado cómo dejé de aspirarla, cuando yo mismo he recordado en qué circunstancias me liberé de aquella dependencia, he respondido la verdad: no me sometí a ninguna terapia de desintoxicación ni tratamiento médico para regenerarme, lo que me salvó fue trabajar en televisión.

No me enorgullece recordar que me rebajé al deshonor de ser adicto a la cocaína durante cuatro años que pudieron costarme la vida. Cuando me han preguntado cómo dejé de aspirarla, cuando yo mismo he recordado en qué circunstancias me liberé de aquella dependencia, he respondido la verdad: no me sometí a ninguna terapia de desintoxicación ni tratamiento médico para regenerarme, lo que me salvó fue trabajar en televisión.

Probé esos polvos satánicos cuando tenía veintiún años. Me había enamorado de un amigo de la universidad que no estaba enamorado de mí en modo alguno. Me encontraba abatido, descorazonado, humillado. Quería ser escritor, pero no escribía. Quería ser abogado, pero no asistía a clases en la universidad. Quería tener novio, pero él no quería ser mi novio. Como no quiso ofrecerme sus labios, sus manos, su cuerpo, mi amigo, en compensación, me invitó cocaína, otro veneno para torturarme. La conseguía fácilmente porque su hermano mayor, oficial de la marina de guerra, adicto al sexo y la cocaína, se agenciaba esa droga sin esfuerzo, robándola de las incautaciones que hacían sus compañeros de armas en mares peligrosos.

No solo me encontraba deprimido porque me había enamorado sin remedio de un amigo que no me correspondía. También me sentía confundido y preocupado porque me habían echado de la televisión. Con apenas dieciocho años, había inaugurado una carrera como periodista en la televisión de mi país y a los veinte años ya era famoso y conducía un programa propio. Es decir que me hice impúdicamente famoso antes de descubrir que deseaba a un amigo y me gustaba aspirar cocaína con él. A pesar de que mi programa era exitoso, o precisamente por eso, me despidieron de la televisión porque me enemisté con el presidente de turno, quien, rencoroso, me vetó. Ningún canal quiso entonces contratarme. Sus dueños eligieron acallarme antes que pelearse con el presidente y renunciar a la publicidad oficial.

Yo vivía solo, en hoteles de lujo, y conducía un auto italiano de alta velocidad. Mi amigo que no quería ser mi novio insistía en ser mi amigo y me visitaba los fines de semana. Traía cocaína que le había regalado su hermano. La consumíamos en las discotecas de moda, bebiendo whiskey, y en las suites que yo ocupaba. Sobreexcitados, eufóricos, locuaces, él bailaba con su novia y yo bailaba solo. Más tarde, tras despedirnos de su novia, él venía a dormir conmigo. Por supuesto, era imposible dormir en esas circunstancias aceleradas. Yo le pedía un beso, solo un beso, y él me hacía un desaire, disgustado. Al día siguiente, éramos dos fantasmas con el pelo largo y las manos temblorosas.

Tantas decepciones juntas, tantos hallazgos repentinos, estuvieron a punto de costarme la vida. De pronto, veintiún años cumplidos, me había quedado sin trabajo en la televisión, me había vuelto adicto a la cocaína, me había enamorado de un amigo que no quería ser mi novio y me había hartado de asistir a clases en la universidad, porque, pensaba, abatido, si está en mi destino ser cocainómano y homosexual, ¿qué sentido tiene estudiar las leyes de mi país, quién carajos va a contratar a un abogado como yo, cómo voy a hacer una carrera política aspirando esos polvos satánicos y ocultando que me gustan los hombres?

Así las cosas, tomé la decisión de interrumpir mi vida. Abrumado por tantas malas noticias, me acomodé en la mejor suite de un hotel señorial, tomé un frasco de pastillas para dormir y esperé la muerte sin elevar una oración, una última plegaria desesperada. Pero, cuando desperté, tantas horas después, seguía allí, desnudo, en aquella cama, en ese hotel, y una empleada de limpieza pasaba la aspiradora en el pasillo. Me sentí un idiota. Pensé: si no he podido irme del todo, al menos me iré de este país.

Semanas más tarde, me contrataron como periodista de televisión en una isla caribeña. El dueño de esa televisora me recibió sin saber quién era, me permitió mostrarle el vídeo de diez minutos que resumía mi precoz carrera y se animó a darme una oportunidad como conductor de un programa sobre política que se emitía una vez por semana. Me pagaba muy bien, en dólares, en efectivo, y me pedía que pasara solo diez días de cada mes en aquella ciudad, alojándome en hoteles de lujo y asignándome un auto con chofer, como toda una estrella. Durante esos diez días, grabábamos todos los programas del mes, cuatro o cinco programas, no más. Luego me quedaban bastantes días libres, ya habiendo cobrado, para quedarme en esa isla o irme forrado adonde me diese la gana. Llenos los bolsillos de dólares, todavía atado sentimentalmente a la cocaína, me negaba a buscar esa droga en la isla que me había adoptado y volaba de regreso a la ciudad donde me había hecho adicto a ella.

Pasé cuatro años así, llevando una doble vida, siendo dos personas que cohabitaban en precaria armonía: en la isla que me había cobijado era un periodista famoso, influyente, respetado, que ganaba premios y pretendía pasar como inteligente o intelectual, y en mi país de origen era un experiodista desempleado, un apestado de la televisión, un cocainómano perdido, un sujeto con pulsiones homosexuales escondidas, reprimidas, un fallido estudiante de leyes que había sido expulsado de la universidad por no asistir a clases. Es decir que en la ciudad donde yo había nacido, la ciudad del polvo y la niebla (el polvo era la coca en mis narices y la niebla era yo mismo al día siguiente), me habían echado de la televisión, de la universidad y de la cama de un amigo. Me volví entonces un experto en desdoblarme, en ejercitar la duplicidad. Durante medio mes, leyendo vorazmente, tramando ser un escritor, trabajando como periodista, quería ser Vargas Llosa. Luego me quedaban dos semanas de ocio autodestructivo, en las que, drogándome y emborrachándome, perseguía el arquetipo de ser Bukowski, Capote o Faulkner (“no existe el whiskey malo, algunos whiskeys son mejores que otros”). De haberme quedado todo el tiempo en la ciudad a la que volvía para aspirar cocaína, seguramente habría muerto. Pero regresar cada dos semanas a la isla donde trabajaba y no me drogaba, probablemente me salvó la vida.

Nunca, ni una sola vez, me arriesgué a buscar cocaína en la isla que me había amparado tan generosamente. Nadie en aquella isla alegre, bulliciosa y musical debía saber que yo era un cocainómano escondido, agazapado, contando los días para volver a intoxicarse. Tampoco me atreví a enredarme, siquiera una noche, con algún amante pasajero, de ocasión, en los hoteles donde me conducía como un señorito mimado, cuidadoso de su buena reputación. En la isla que era ahora mi casa, yo era un periodista de derechas, religioso, honorable, conservador, que de vez en cuando se acostaba con alguna chica linda que había conocido en la piscina o la discoteca del hotel, y que se había hecho fama de abstemio, pues solo bebía jugos de frutas y ni siquiera tomaba coca cola. Pero, cuando llegaba a la ciudad en que nací, me convertía en todo lo contrario, en el reverso o la cruz de la moneda, en una sombra, una mancha: un sujeto sospechoso, descreído, sin futuro, lastrado por la mala fama, que no trabajaba ni dormía, que vivía tomando whiskey y aspirando cocaína, y que parecía urgido de provocarse un infarto para retirarse del mundo.

Cuando el presidente que era mi enemigo se encontraba a las puertas de abandonar el poder, me ofrecieron un programa de televisión en mi país de origen. Yo estaba por cumplir veinticinco años. Me dijeron: el programa será diario, en directo, a las once de la noche, y servirá para que Vargas Llosa gane la presidencia. Les dije: pero yo hago un programa allá lejos, que es un éxito. Me ofrecieron mucho dinero. Yo quería que el gran escritor fuese presidente. Renuncié al programa en la isla, me mudé a mi país de origen y reanudé allí mi carrera de televisión. Entonces dejé para siempre la cocaína. Como debía salir lúcido, atento, perspicaz y bien informado en la televisión de mi país, comprendí que, si quería hacer un buen programa, no podía presentarme turbado por la cocaína, diezmado por esos polvos satánicos. Podría decir que el deseo de triunfar en la televisión, sometiéndome a una rigurosa ética de trabajo, buscando la excelencia, o la mayor audiencia, me obligó a dejar la cocaína. Si quería contribuir al triunfo del gran escritor, no podía exhibirme tieso de cocaína, sospechosamente deslenguado, en mi programa.

Desde entonces, han pasado treinta y cinco años. Aunque me han invitado cocaína en más de una ocasión, he declinado con una media sonrisa y no he vuelto a consumirla, lo que, curiosamente, no me ha costado ningún esfuerzo.

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