Mixtapes de amor
“Es lícito sentenciar que no se puede confiar en una persona a la que no le gusten los Beatles”, escribe Mauro Libertella en su último libro, y es una frase que recuerda que la música tiene una lógica propia, dentro de la cual algo así no suena exagerado, sino por completo sensato y ecuánime.

Antes del playlist fue el mixtape; nuestro cassette de facturación y curaduría casera. Su elaboración “era una tarea riesgosa, que había que ejecutar con amor y responsabilidad […]; no es lo mismo un mixtape para conquistar a una chica que para mostrarle a un amigo tus últimos hallazgos, o para una hermana que se va de viaje”, escribe Mauro Libertella en un nuevo libro suyo estructurado precisamente como esos viejos compilados en cinta en los que la selección y el orden de canciones conseguía develarnos en lo más profundo (era precisamente para eso que los hacíamos). En Canción, llévame lejos (2025, Laurel) —frase-plegaria robada a la preciosa El colmo de Babasónicos— hay un lado A y un lado B. Siete canciones en cada uno, con ideas asociadas a las circunstancias personales de su escucha. La vez que, para impresionar a una mujer, el autor mintió sobre Bowie; el año (1992) en que el disco superventas de Fito Páez lo hizo sentirse fundido con su país; aquel concierto de Nick Cave cuya intensidad correspondía más bien al montaje alegórico de un funeral (el del hijo del músico). En el entramado único de nuestra vida interior, la fe ciega en el poder de la canción popular zanja pertenencias y bandos (estoy en el de Libertella, pese a su entusiasmo por Oasis).

Hasta que las plataformas de streaming de música convirtieron la selección de canciones en un asunto tristemente delegado a un algoritmo, los compilados hechos a mano fueron una seña de complicidad rodeada de códigos valiosos, tan relevantes como para merecer investigaciones contundentes. En el documental Cassette (2016), el rudo Henry Rollins admite la importancia de los antiguos mixtape en sus primeras estrategias de seducción adolescente; y en un libro que él editó sobre el mismo tema, Thurston Moore (Sonic Youth) compara la escucha de una cinta que alguien nos ha preparado personalmente a la calidez de un beso de amor. Más allá de Alta fidelidad (libro y película), son varios los filmes en los que una determinada sucesión de canciones le da contexto estrecho a una historia y la personalidad del protagonista (por ejemplo, en la chilena Play, de Alicia Scherson).

Nuestros gustos (y disgustos) musicales nos revelan, y por eso nunca será banal una reflexión sobre canciones favoritas. El libro de Mauro Libertella recuerda que en torno a la música popular de las últimas décadas existen también otras muchas pistas elocuentes de nuestras credenciales melómanas: si decimos “los Stones” o “los Rolling”; si captamos o no las sublecturas cachondas del cancionero de Pulp; si en un concierto de un músico legendario respetamos o no su opción por saltarse su mayor hit (como, se cuenta en el libro, era el caso de Luis Alberto Spinetta con “Muchacha ojos de papel”).

“Es lícito sentenciar que no se puede confiar en una persona a la que no le gusten los Beatles”, escribe también Libertella, y es una frase que recuerda que la música tiene una lógica propia, dentro de la cual algo así no suena exagerado, sino por completo sensato y ecuánime. Fuera de la escucha, el cálculo. Dentro, la emoción.
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