Columna de Ascanio Cavallo: Los idus de abril

Ya ni siquiera es necesario, como en 1988, quebrar el miedo a votar; ahora solo se trata de disolver la apatía. Pero a menos de cien días del plebiscito, ¿hay alguien preocupado de lo único que puede hundirlo todo?



De los 33 países que estudia el Global Advisor Predictions de Ipsos, solo Colombia iguala a Chile (82%) en la percepción de que durante el 2020 se producirán protestas de gran escala; casi la misma proporción (81%) piensa, al mismo tiempo, que este año le será mejor que el anterior. Este tipo de encuestas suele registrar estas contradicciones y los sociólogos se deleitan en interpretarlas, aunque en verdad solo se ajustan a medida que la realidad se pone pesada. (También es el 8° país que cree que habrá una visita de extraterrestres).

Si solo se mide por los anuncios y amenazas que proliferan en las redes digitales, el suceso más importante del año, el plebiscito constitucional previsto para fines de abril, se produciría en un ambiente especialmente pesado. Hay que recordar que este plebiscito nació del acuerdo de los partidos del Parlamento -excepto el PC y una parte del FA- en una noche en que el país parecía al borde de un precipicio. Con el paso de las semanas, algunos de los mismos firmantes han llegado a pensar que ese susto fue una mera fantasmagoría, que hubo un exceso de apuro y, en fin, que sus promotores le pusieron mucho.

Siguiendo la tendencia de los que votan por equivocación, una parte de la derecha se ha ido convenciendo de que esa noche entregó más de lo que era necesario. Y de eso se sigue que votará en contra del cambio constitucional, en la opción de "rechazo" que el mismo acuerdo les permite. Todo indica que desde entonces la opción del "rechazo" no ha hecho más que crecer, ya porque la oposición no da señales de refrenar su hostigamiento al gobierno, ya porque lo otro le parece un salto al vacío, ya porque la violencia callejera no ha cesado. Unos creen que una cifra mayor al 40% sería un freno para los exaltados; otros, que hasta podrían ser mayoría. Son los argumentos conservadores de todos los tiempos.

Sin embargo, la cuestión de la violencia no es una mera exageración. De una parte: si se ha podido sabotear un evento tan acotado como la PSU, ¿quién puede dar garantías para un proceso electoral sin interferencias de fuerza? De la otra: los grupos que siguen en las calles no tienen interés en una nueva Constitución elaborada con arreglo a ese acuerdo, por lo que no hay motivo para que se desmovilicen. Su propósito es derrocar al gobierno, aunque haya que desolar las ciudades. Esa idea ya los sedujo.

Los sectores de centroizquierda que no están en esto miran para el lado: después de todo, es problema del gobierno. Y aunque lo callan por razones tácticas, hay quienes piensan que la carne de cañón es una presión para empujar el plebiscito y su resultado.

Esta táctica de ojos medio cerrados quiere ignorar el peso objetivo del ambiente. Un plebiscito bajo un entorno de violencia tendría un inevitable problema de legitimidad. Es un argumento atendible, no meramente retórico, y es probable que resulte ser el más seductor para quienes tienen sus votos "en reflexión". Pero, además, es una táctica peligrosa. Uno de los libros recientes de mayor impacto en Europa, M. El hijo del siglo (Alfaguara), una biografía de Mussolini escrita por Antonio Scurati, muestra cómo el ascenso del fascismo fue posible por la indiferencia de los políticos moderados y por la seducción de presentar como simples los problemas complejos. "No necesitan suprimir las instituciones democráticas, las vaciarán desde dentro", advierte Scurati.

El ultraizquierdismo, como siempre, hace el juego de la ultraderecha. Su maximalismo se acompaña con un desprecio por la democracia o, mejor, por una convicción de ser mayoría aunque los números digan otra cosa. Un plebiscito entraña el riesgo de perder, lo que es una razón adicional para considerarlo inservible. Para ese tipo de pensamiento, lo que se puede expresar en la calle es siempre mayor que lo que se expresa en las urnas.

De modo que el solo proyecto del plebiscito está ya presionado por dos pinzas: la derecha, que elegirá el "rechazo", y la izquierda, que no querrá reconocerlo.

Pero no hay que engañarse: todo este debate es de los grupúsculos iluminados. Para el gran resto, quedan dos problemas más, acaso los mayores. El primero es el de la calidad de la información, lo que se solía llamar "voto informado". Todas las encuestas recientes -y en especial la realizada por la Asociación de Mujeres Periodistas con Cadem- muestran que la credibilidad de los medios de comunicación profesionales se ha ido al suelo y su lugar lo han ocupado dos redes sociales, WhatsApp y Facebook, que son instrumentos conversacionales, aficionados, de bajísima fiabilidad. Como complemento del mismo fenómeno, medios y periodistas profesionales han sido funados, hostigados y amenazados en una proporción que no es fácil describir. La vieja máxima de que en todo conflicto la primera baja es la verdad se cumple con una precisión inquietante.

El retroceso de los medios frente a las redes no es un fenómeno local, sino global, y los usuarios no parecen conscientes del poder monopólico de estos sistemas desregulados, archimillonarios y en muchos casos corruptos, por donde circulan ríos de basura presentada como certidumbre. Puede que se necesite todavía tiempo para limitarlos, pero el caso es que pillan a Chile en un momento de debilidad de todas sus instituciones. Un plebiscito con la calidad de la información entregada a WhatsApp y Facebook no es algo mucho mejor que una elección, por ejemplo, con cohecho o con censura.

El segundo problema es el de la participación. Los jóvenes que protagonizaron la ruptura del 18-O son los mismos que dejaron de votar más o menos desde el 2010 y que en las últimas elecciones, con voto voluntario, llevaron la abstención al 51% del padrón. La mayoría, nada menos. Esta es la segunda amenaza contra la legitimidad del proceso.

Aunque se trata de un asunto que hace a la médula del debate constitucional, no se divisa a nadie promoviendo la incorporación de los jóvenes al régimen democrático. El Congreso está dedicado a asuntos de otra alcurnia; ni un solo proyecto ha sido dirigido a los jóvenes. Solo se debaten las alteraciones a la norma igualitaria del voto -paridad forzada, escaños reservados, cifras repartidoras-, que además se zanjarán recién en marzo. Nada que haga pensar que el primer paso es justamente votar, nada que haga confiar que el voto significa algo. Ya ni siquiera es necesario, como en 1988, quebrar el miedo a votar; ahora solo se trata de disolver la apatía. Pero a menos de cien días del plebiscito, ¿hay alguien preocupado de lo único que puede hundirlo todo?

Como los encuestados en el Global Advisor: estaremos mal, pero estaremos bien.

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