
Columna de Ascanio Cavallo: Recapitulación

El presidente Piñera decidió no chistar más ante el retiro del 10% de los fondos previsionales y convertirlo en ley en forma expedita, incluso récord. Al mismo tiempo, el gobierno ha querido sostener que no lo considera una derrota, en parte porque parece no querer dar el gusto a sus adversarios y en parte porque con ello sugiere que la derrota real está en otra parte, no en La Moneda, y por lo tanto no existe la necesidad de cambiar al equipo de conducción política.
Desde un punto de vista estratégico, no le falta razón. El daño más grave está en el interior de los partidos de Chile Vamos, que no hizo más que profundizarse en las últimas votaciones del Senado y la Cámara. Cualesquiera que fuesen sus razones, los senadores y diputados que abultaron la votación en favor del proyecto expresan, si no una voluntad de ruptura con sus “principios” (como han solido argumentar), cuando menos la aporía de desconocer la línea programática histórica de RN y la UDI. Esta herida tendría que volver a sangrar cuando ambos deban configurar sus listas de candidatos para las numerosas elecciones del 2021.
Y puede empeorar todavía más si es que, como dicen expertos calificados, los efectos más duros del retiro previsional empiecen a sentirse en el 2025, cuando aumente la masa de jubilaciones bajo el régimen actual. A menos que se modifiquen los períodos vigentes, ese será también otro año de elecciones parlamentarias y presidenciales, después de un gobierno (el que siga a Piñera) que tendrá que dedicarse a restañar la estela de pobreza dejada por la paralización de la economía. Pobreza que cabría llamar estructural, como hace unos 30 años, porque proyecta una sombra ominosa no sólo sobre las familias, sino también sobre los empleos, las empresas y el propio estado.
En fin: en un ambiente donde el futuro es hoy, mejor alejar esos augurios.
Desde el punto de vista táctico, sin embargo, el gobierno ha sufrido una derrota total, no por la nueva ley (ni por el gabinete, que ha dejado de importar tanto), sino por lo que representa en la trayectoria de los últimos meses. ¿O alguien pudo imaginar, por ejemplo en marzo, que el control de la pandemia podría derivar en esto?
Veamos.
Después de la pérdida del control del orden público y la iniciativa política con los sucesos del 18-O, la pandemia le ofreció al gobierno una oportunidad objetiva: la reposición obligada del imperio del estado por razones sanitarias. A mediados de marzo se entendía que sin la unidad del país detrás de la disciplina exigida por las autoridades –el gobierno- podía sobrevenir una tragedia colectiva.
Por razones que la historia dilucidará mejor, en ese momento gran parte del mundo estaba copiando el modelo chino de confinamiento total, aun en sociedades que no se organizan a la manera china, y siguiendo un modelo epidemiológico radical, que siempre será el aislamiento de laboratorio. Es lo que el sociólogo Erving Goffman describió hace años como la “institución total” (o totalitaria, según la traducción), cuyo modelo de estudio era precisamente… la cárcel. Dicho de otro modo, los gobiernos se veían impelidos a adoptar “el cien por ciento de las decisiones con el 50% de los antecedentes”, según la expresión del primer ministro holandés.
De paso, esta es una las discusiones más encendidas en Europa, cuando la amenaza de rebrotes tiene a los gobiernos dudando sobre la opción de volver a hacer lo mismo cuando sus resultados no han sido nada ejemplares.
Nadie se lo va a reconocer ahora que se convirtió en un blanco pasivo, pero la única autoridad que advirtió acerca del carácter intolerable y destructivo del confinamiento masivo fue el entonces ministro Mañalich; ni siquiera ahora que la mitad de los chilenos está desesperada o hastiada por la parálisis de más de tres meses. Y es una paradoja que precisamente esa posición abriera las primeras grietas en el control del gobierno, con la presión de algunos alcaldes, gran parte de los gremios médicos y otros especialistas y no especialistas, todos subidos a la ambulancia de la extrema alarma y de todas las exigencias al unísono.
Lo decisivo, sin embargo, no fue ese primer agrietamiento, sino la discusión sobre las metodologías de contabilidad de contagios y muertes, que permitió diseminar la idea de que el gobierno podía estar escondiendo muertos. La Moneda no ponderó que con el grado de desconfianza de la sociedad chilena (de la cual es protagonista), esa estocada era letal. Chile no es el único país que ha cambiado las contabilidades en medio de la crisis (aunque cuatro veces puede ser toda una marca), pero de momento es el único que con ese solo debate ha hecho caer la autoridad de un gobierno y desmoronado a su base política. La caída del ministro Mañalich, que se precipitó en cascada tras aquel debate, marca el instante en que el gobierno de Piñera perdió la oportunidad de recomponerse que le ofreció la pandemia y esa titubeante voluntad de cooperación que la oposición le mostró en un comienzo.
¿Quiere decir esto que sin la caída de Mañalich no hay retiro del 10%? Puede ser muy atrevido decirlo de esa manera, pero la cadena de sucesos posteriores podría confirmar tal presunción. Por un lado, la coalición que lo respalda pierde su quebradiza lealtad cuando ve al gobierno sin control del mando, como ya se había insinuado el mismo 18-O; por el otro, la oposición, aunque tenga que desoír a sus economistas (y más de alguno a su propia conciencia) ve la posibilidad de desarticular no sólo al gobierno, sino también a su base política, abriendo una incalculada puerta a ese jardín soñado donde jamás volverá a crecer un gobierno de derecha.
Pocas oposiciones del planeta rechazarían una oferta como esa, para qué nos vamos a engañar.
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