Columna de Héctor Soto: Además de desgaste, descomposición



Se sabía desde los inicios del actual gobierno y desde mucho antes de octubre; quedó de nuevo patéticamente claro durante las jornadas de movilización y protesta y ahora, cuando se supone que el país tiene un desafío perentorio que requiere mayor unidad que nunca, vuelve a confirmarse lo mismo: el sistema político se atascó. Es más fácil y probable que en Chile vuelva a llover torrencialmente en la zona central a que haya en la actualidad espacio para alcanzar acuerdos políticos de mínima gobernabilidad.

Por eso estamos como estamos. Los desencuentros producidos esta semana entre gobierno y oposición, a raíz del proyecto de ley sobre ingreso familiar de emergencia, son solo el testimonio más reciente de una relación que se ha vuelto tóxica. Para una oposición que nunca fue muy sensible a los imperativos del crecimiento y la disciplina fiscal, y que hasta hoy está jugada a fondo al fracaso de la actual administración -no hay que olvidar que el Presidente se salvó por muy pocos votos de la destitución-, es difícil, casi imposible, prestar un respaldo razonable, por supuesto que no incondicional, a iniciativas legales urgentes. En el Congreso se instaló la tesis del cogobierno mucho antes que el extitular del Senado la formulara. Desde su perspectiva, la descapitalización política del Ejecutivo después de octubre era de tales proporciones que el Presidente ya no estaba en condiciones de seguir a cargo del timón. Lo que olvidó fue que la descapitalización del Congreso es mucho mayor y, por lo mismo, cuesta entender de qué modo la salida podría provenir de una institución aún más desconfiable y peor evaluada.

Aunque la gran mayoría ciudadana no quiere de sus políticos otra cosa que acuerdos en torno a las grandes prioridades de la gente -salud, previsión, empleo, seguridad-, y no obstante que sobran las razones para exigir consensos básicos ahora, antes de que sea tarde, puesto que la oportunidades de los países no son eternas, la verdad es que en la hora presente el discurso de la polarización lleva todas las de ganar en el Congreso. Y la lleva por una razón simple, desde que la centroizquierda de matriz socialdemócrata abjuró de su legado y terminó avergonzándose de la que había sido su obra durante la Concertación. A partir de ese momento, la dirección, el liderazgo del bloque opositor quedó en manos del Frente Amplio y el PC, dos fuerzas políticas que están por demoler justo aquello que comportaron los acuerdos durante la transición política. Lo han dicho hasta la saciedad: rechazan los acuerdos y están por la confrontación.

En estas condiciones, las exhortaciones que de tarde en tarde formulan personeros de gobierno o figuras como el expresidente Lagos o dirigentes de la antigua Concertación a retomar el camino de los acuerdos, aparte de expresar buenas intenciones, en verdad son muy poco realistas. El gobierno, precisamente porque su responsabilidad es gobernar y sacar adelante las iniciativas que juzga necesarias para el país, está obligado a creer en la viabilidad de los acuerdos, porque de otro modo lo que tendría que hacer es bajar la cortina e irse para su casa. No lo puede hacer, por supuesto. Pero vaya que es difícil gobernar en estas condiciones. Cada proyecto es un parto, cada ley, un martirio. Dar un paso adelante a menudo le significa desandar dos. Tener que salir cada vez a la caza de parlamentarios supuestamente más autónomos o independientes -cuyo apoyo obviamente no es gratis- para lograr los quórums requeridos es una práctica corrosiva. La política chilena se está descomponiendo en estos esfuerzos desgastadores y se están descomponiendo también, a ojos vista, sus partidos. Basta ver lo que está ocurriendo en la DC con sus caciquismos y facciones. Ya no quedan prácticamente agendas comunes en su interior. Todas son personales o de grupos. Todo vale y hay de todo. Pero, ¿eso es lo que se llama un partido político?

Pasada la actual crisis sanitaria el país entrará a un calendario frenético de elecciones. Y si hasta aquí los acuerdos fueron difíciles, bueno, en lo que resta del actual mandato van a ser sencillamente imposibles. Por lo demás, no cualquier acuerdo califica. A veces, la peor salida es un mal acuerdo. Habrá entonces que esperar. No a que los consensos caigan del cielo -que no van a caer-, sino a que el país se pronuncie hacia dónde quiere ir. O seguir por el desarrollo gradualista, que fue la impronta de las últimas tres décadas, o tirar lo conseguido hasta aquí por la borda, para avanzar a un eventual otro modelo, que todavía nadie ha tenido la gentileza de explicar en qué se traducirá.

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