Columna de Héctor Soto: El peso de los días

Un joven es detenido por carabineros en sector del parque San Borja, durante las manifestaciones desarrolladas en el primer martes de marzo. Foto: Mauricio Mendez / Agencia Uno.


Un paso para adelante, dos para atrás. O al revés. Da igual. Lo que está claro es que el camino de la erradicación de la violencia, que por lejos es el problema político del momento, es largo, sinuoso y lento. Sin darnos cuenta, de la noche a la mañana todos nos hemos convertido en expertos en seguridad pública y control de manifestaciones agresivas. Y andamos impartiendo clases sobre lo que las policías deberían y no deberían hacer. Como si el manejo de estos asuntos fuera una guinda. De estas licencias no se libran ni siquiera los jueces, que son profesionales que llegaron donde están, se supone, por su conexión con el mundo del Derecho, no por su expertise en temas policiales. Después de la decisión judicial de liberar a 43 de los 44 detenidos por los desórdenes del martes en Plaza Italia, estamos -en cualquier caso- notificados de que si el país consigue controlar la violencia, no será con el apoyo de la judicatura, sino, al revés, a pesar de sus resoluciones y faltas de criterio.

Al margen de las incompatibilidades de fondo que hay entre los conceptos de violencia y democracia, al margen de la complicidad sibilina con un sector del mundo político que ha amparado e incluso aplaudido a los encapuchados, y al margen también de la tolerancia que el país ha desarrollado con las barricadas, tomas y desórdenes, que prácticamente han pasado a ser parte del paisaje urbano, no hay que ver debajo del agua para advertir que en la actual correlación de fuerzas entre gobierno y oposición, entre establishment y rupturismo, entre las instituciones y la calle, hay de por medio un asunto de tiempo que no es menor. Y que tiene distinto valor para los sectores involucrados.

Para los grupos más radicalizados, la presión es ahora o nunca. Lo que faltó en octubre o en noviembre podría darse ahora, en este mes de marzo. Eso es lo que revela en el subtexto el calendario de las movilizaciones y en eso es lo que están empeñados quienes quieren botar ya a Piñera, al gobierno, al modelo y toda la institucionalidad vigente. Todo el poder para la calle. Faltó poco para conseguirlo hace dos meses y ahora quizás se logre. Las movilizaciones, por lo mismo, tienen que ser más grandes, y la violencia, un poco más intensa y concentrada. En eso es en lo que se está trabajando. Es la imaginación revolucionaria en todo su fulgor. La alimentan no los delincuentes ni el lumpen, como creen muchas autoridades, sino en especial jóvenes educados, a menudo con posgrados, que resueltamente no creen en la democracia y han sido capturados por el imaginario extremista o anárquico. A diferencia del circuito de la delincuencia y la marginalidad, que vive al día y se mueven según las oportunidades que encuentre, estos grupos sí responden a un plan político estudiado, metódico, aunque un tanto quimérico. Este último factor, sin embargo, lejos de constituir una limitación, es vivido al interior de este mundo como el insumo básico de la épica de estas jornadas.

El tiempo para oposición democrática es mucho menos dramático. Es un tiempo sin grandes urgencias. El país podrá estar incendiándose y, sin embargo, un senador de vuelta de vacaciones pregunta qué diablos habrá fumado el gobierno si cree que la reforma de las pensiones podría ser despachada en un mes. La oposición no tiene apuro. Sabe que día que pasa, la combustión social puede ser mayor y sus más destacados prohombres saben, también, que -aunque el retraso puede ser perjudicial para el país- lo será antes y de todos modos primero para el gobierno, de suerte que lo que cabe en retrasar el tranco, estirar la cuerda, distraer la perdiz, inventar subterfugios y legislar lento, como en los plácidos tiempos de don Ramón Barros Luco. Salvo excepciones y contadas iniciativas sacadas a presión en el último tiempo, al final esta es la contribución que la actual legislatura ha hecho al país. Una vergüenza.

El correr de los días discurre en sentido opuesto para el gobierno. Donde allá las cosas se miden en términos de dilación, acá se miden en términos de urgencia, porque las leyes no salen, porque los beneficios no llegan a la gente, porque el clima social se sigue enrareciendo y porque la violencia -no obstante estar más contenida- todavía, a casi cinco meses del estallido, está lejos de desaparecer. No solo eso: hay sectores de opinión, hay jueces y hay medios que se resisten a tomarla en serio. La persistencia de los desórdenes es lo que tiene no solo indignada a la derecha dura, sino también confundida a la gente más sensible a las variables del orden público. El gobierno trata de maniobrar entremedio, en esa delgada cornisa que un día le dejan las inercias opositoras y al siguiente le quitan las crecientes demandas del movimiento social.

¿Cómo se resuelven estas divergencias de ritmo? Es lo que nadie sabe. Algunos derechamente no quieren resolverlas. Otros creen que pueden sacarles partido mientras persistan. Y está el Presidente, que sí conoce el valor del tiempo y que desde su protagonismo clama y reclama. Habla mucho y lo escuchan poco. Se perdieron las brújulas y las incertidumbres no se disipan.

Los días pasan y pesan. Y la paciencia no es infinita.

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