
Columna de Héctor Soto: El recambio

Uno de los temas recurrentes de hace 15 años era la falta de renovación de las élites políticas. Se hablaba de lo apernados que estaban los viejos tercios. Se culpaba a los que ahora son cincuentones y sesentones de falta de ambición y coraje para tomar el relevo. Se decía que si el poder no se entregaba por las buenas, a ver, simplemente había que conquistarlo a puñetes y patadas, por las malas. En fin, se escribieron conjeturas, teorías e interpretaciones del fenómeno. Mientras tanto, los años siguieron pasando y, a pesar de algunos cambios cosméticos, todo se mantuvo más o menos igual. Igual hasta que el “apernaje”, por darle un nombre, se convirtió en esclerosis e inmovilismo y el sistema sencillamente comenzó a botar aceite y a perder compresión.
Al final, quienes zanjaron el conflicto generacional no fueron, por supuesto, las élites ni los políticos, que, aparte de llegar mal, también llegaron tarde. La decisión la tomó el electorado, que este año paró en seco a los partidos, se desafectó de los antiguos liderazgos, elevó a los altares de la política a los independientes y -no sabemos todavía si por arrebato o por desilusión- apostó a una renovación total y profunda de los rostros y discursos del escenario público.
Ahora estamos en el momento más incierto del proceso. Los pájaros nocturnos aún no se repliegan del todo y los del amanecer todavía no terminan de instalarse. Es toda una generación, a estas alturas muy correteada, la que está volviendo a casa. Y es otra muy refundacional y cachorra la que está asumiendo roles protagónicos con una cierta ansiedad.
Como el sistema no se renovó con naturalidad por dentro, sino a la fuerza y por fuera, el país ahora enfrenta dos riesgos. El primero se traduce en la tentación de querer refundarlo todo. El segundo, en tirar al tacho de la basura las experiencias y aprendizajes de la transición, en nombre del eventual derecho que tendría toda generación a cometer sus propios errores.
Habría que neutralizar ambas pulsiones. Chile no está para darse estos lujos de niño mimado. Primero, porque seguimos siendo un país pobre. Segundo, porque nos ha costado mucho como sociedad llegar donde estamos. Y también porque, a estas alturas del partido de la modernidad, el mundo y la región saben perfectamente qué caminos conducen al desarrollo y cuáles no, qué tipo de políticas públicas sacan lo mejor de sí de un país y cuáles no hacen otra que debilitar su empuje y abortar la prosperidad.
Es una lástima que la generación que protagonizó los momentos más luminosos de la transición política no haya tenido un radar lo bastante sensible para detectar a tiempo los problemas que la sociedad chilena comenzó a incubar en los años 2000 en múltiples frentes. En función del ingreso, todos celebramos la emergencia de una nueva y pujante clase media hija de su propio esfuerzo, pero pocos se dieron cuenta de que las poblaciones populares de las cuales esos estratos provenían, y que rodean a las grandes ciudades, estaban quedando chicas y convirtiéndose en pasto de la marginalidad y la droga. Se habló mucho de la educación, pero a pesar de eso (¿o precisamente por eso?) la educación pública nunca dejó de caer en convocatoria y en calidad. Rara vez se tomó en serio el factor seguridad pública, quizás porque nuestros índices de criminalidad eran mejores que los de Sao Paulo, el DF o Ciudad del Cabo, y entonces nos dimos por satisfechos con tener policías débiles, eternamente mal dotadas en términos de contingente, de tecnología y de preparación, y solo porque por historia en Chile los cuerpos policiales siempre habían sido pequeños y parecía que con eso bastaba. No hablemos de la situación de La Araucanía, que se volvió con el tiempo un gran cementerio de gestos simbólicos, de proyectos sin sustento, de intenciones y prioridades erráticas, de bonitas palabras y discursos, mientras la zona era penetrada a ojos vista por el terrorismo y capturada por el narco. En fin, tampoco reparamos en que el encarecimiento de la vida, unido al gradual deterioro de la productividad de la economía, estaba generando sucesivas olas de frustración sobre sectores que venían con expectativas sobredimensionadas. De hecho, a partir de la crisis del 2008 el crecimiento económico, en el balance entre períodos de expansión y de estancamiento, ha sido insuficiente y no solo eso: aunque parezca increíble, hubo gobiernos donde este factor dejó de ser prioridad. Por otro lado, dejamos de hacer reformas y el resultado fue que las correas transportadoras de la movilidad social, que antes habían funcionado con alguna intensidad, dejaron de hacerlo al mismo ritmo.
Son esas las cuentas que hoy la ciudadanía está cobrando y la incógnita es si nuevos cuadros van a estar a la altura del desafío, tal como a su modo las dirigencias que ahora están pasando a retiro cumplieron su responsabilidad histórica de darnos una transición pacífica y, en general, provechosa, por muchos y grandes que hayan sido sus problemas puntuales.
Eso aún no lo sabemos. Lo único que sabemos es que ahora les toca a ellos.
COMENTARIOS
Para comentar este artículo debes ser suscriptor.
Lo Último
Lo más leído
1.
2.
3.
4.