Columna de Héctor Soto: Tratando de entender el “rechazo”

Aunque todo indica que el “apruebo” podría superar el 70% de las preferencias en el próximo plebiscito, lo cierto es que el fuego político que más quema de momento está concentrado en el “rechazo”. Y lo está porque en esta opción se cruzan, entre otras variables, exhortaciones a una política testimonial irrenunciable, aversiones ideológicas que son históricas, temores atávicos a la incertidumbre y el desorden que la izquierda radical no hace otra cosa que alentar, lealtades con el legado de Pinochet que también son parte de la historia de la derecha y, no en último lugar, liderazgos políticos encontrados que ven en el 25 de octubre una buena oportunidad para medirse.
Desde luego, algunas de estas variables pesan más que otras. El asunto, en cualquier caso, es que el “rechazo” cubre una amplia coalición, donde lo mismo se reconocen partidarios de la Constitución actual, grupos que desean reformarla, gente que ve con horror el período de inestabilidad que se viene y ciudadanos visceralmente disgustados con el clima de violencia y amenazas que se instaló después del 18 de octubre último y que sigue ahí. Algunos dirán que todos estos no son más que subterfugios y que la verdadera motivación del “rechazo” es la nostalgia de Pinochet. Pero incluso si esta no fuera una burda simplificación, la verdad es que la discusión al respecto no llevaría muy lejos, porque conduce a planteamientos que al final son irreductibles.
El tema más interesante o dramático desde la perspectiva política es por qué sectores más o menos amplios de la derecha están dispuestos no solo a jugarse por una opción que saben perdedora, sino también a asumir los subidos costos políticos envueltos en el fracaso. Esto es raro y desde luego no es habitual en la política. Las derrotas nunca han sido un afrodisíaco del poder. Y no se requiere un doctorado en estrategia para saber cuáles son las batallas que hay que dar y las que no. ¿Qué sentido tiene librar aquellas donde la victoria es muy improbable? Al final, ¿en qué casos la derrota puede ser más honrosa y efectiva que el triunfo?
Quizás nada de esto se entiende mucho sin un complejo que ronda desde hace décadas a la derecha chilena y cuyas réplicas podrían estar haciéndose presentes aquí. Es la traumática percepción de que el sector no sabe defender sus ideas y que las pocas veces que ha gobernado lo ha hecho más bien desde consideraciones pragmáticas, entreguistas incluso, y no desde la convicción. La sospecha de que Piñera I fue antes un quinto gobierno de la Concertación que el primero de su sector es una conjetura que se plantea solo en la derecha. Nadie más se la compra, por mucho que el Frente Amplio meta en el mismo saco de la infamia a la derecha y a la antigua Concertación. Pero sería en este sentido que el “rechazo” tendría algo de reivindicación de la dignidad herida del sector. Y es lo que lo movería a considerar que más vale perder con las ideas propias que triunfar con las ajenas.
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También son parte de estas actitudes y emociones la forma en que se gestó el Acuerdo por la Paz y la Nueva Constitución la noche del 18 de noviembre, cuando Chile ardía por los cuatro costados, en un reventón de caos y saqueos, de protestas y vandalismo que no será fácil olvidar, tanto por la escala que tuvo como por las simpatías y complicidades que generó parte importante de la población. Dista todavía mucho de estar esclarecido lo que verdaderamente ocurrió en esas horas. Algún día se tendrá que escribir esta historia. ¿Es cierto que el acuerdo se alcanzó minutos antes de que el Estado chileno colapsara? ¿Había margen esa noche para otra salida? ¿Tenía el gobierno, en términos prácticos, una alternativa distinta? ¿Qué rol jugaron las Fuerzas Armadas, si es que jugaron alguno? ¿Fue una deliberación libre y meditada lo que movió al gobierno y a la derecha a sumarse al acuerdo alcanzado?
Obviamente que hay un sector de la derecha que cree que no y de esa creencia se alimentan tanto el “rechazo” como la desconfianza que inspira al proceso constituyente. Muchos hablan del pecado original de la violencia, que lo deslegitimaría de partida. Es una ironía que el país vuelva a toparse en sus discusiones públicas con un concepto que viene de la teología y no de la política. Y es curioso que reaparezca en la última fase de una controversia que por lo demás había partido desde ahí, dado que, a pesar de haber sido refrendada el 89 y reformada varias veces en democracia, la Constitución del 80 tampoco había pasado el test de la pureza original.
Que nadie se extrañe. Entre el mundo de la pureza y el de la política las fricciones son inevitables. Y no es la primera vez que los chilenos estamos internándonos en laberintos circulares.
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