Columna de Óscar Contardo: Serios y responsables
El miércoles 13 de mayo, dos meses después de inicio de la crisis del coronavirus en Chile, Ignacio Briones, el ministro de Hacienda, anunció con entusiasmo que finalmente el Ingreso Familiar de Emergencia sería ley por un monto inicial de 65 mil pesos. La cifra era menor a la que proponía la oposición. El oficialismo consideraba que 65 mil pesos era una cantidad apropiada para que las familias más pobres sobrevivieran durante la cuarentena, o como lo explicó una diputada en televisión, no querían que la gente se acostumbrara a vivir del Estado. Triunfó la postura del gobierno. El logro fue vivamente celebrado por el señor Briones y los parlamentarios de su sector. Cinco días más tarde, un grupo de vecinos de la comuna de El Bosque salió a la calle a protestar arriesgándose al contagio. Reclamaban que a falta de ingresos se habían quedado sin alimentación ni medicamentos. Frente a la emergencia, la respuesta de las autoridades fue el envío de Fuerzas Especiales para contener los desórdenes. Anunciaron, además, un improvisado plan de entrega de víveres, aunque no especificaron cómo ni cuánto les tomaría llevarlo a cabo. El mensaje era claro: preferían repartir cajas con mercadería en lugar de transferir dinero.
El 8 de julio, el Diario Financiero informaba que la llamada Ley de Protección del Empleo, promulgada durante la emergencia sanitaria, ya afectaba a más de 670 mil trabajadores; hombres y mujeres que con sus contratos suspendidos no contarían con sus sueldos durante el invierno, aunque podían echar mano del seguro de cesantía personal, corriendo el riesgo de llegar a la primavera desempleados y sin el salvataje que supone ese seguro.
La zozobra sanitaria de un lado, el pozo económico del otro.
Desconfianza, precariedad, miedo y sensación de abandono. En este contexto surgió la propuesta del retiro del 10 por ciento de los fondos de las AFP. El gobierno reaccionó velozmente anunciando que ahora sí había recursos para elevar el monto de ayuda a los más pobres y a la llamada “clase media” (lo que sea que eso signifique a estas alturas); incluso, la misma diputada que advertía sobre el peligro de que la gente se acostumbrara a vivir del Estado, perdió todo temor a la transferencia directa de dinero. El mero proyecto preocupó mucho más que los reclamos diarios de los ciudadanos comunes y corrientes como los de El Bosque.
El ministro de Hacienda rechazó de plano la propuesta, explicando que la gran mayoría de los afiliados a las AFP apenas logra acumular una cantidad de dinero suficiente para repartir pensiones que no alcanzan el monto del sueldo mínimo. Lo que resultaba desconcertante de la argumentación del ministro es que la esgrimía un representante del mismo sector político que durante décadas hizo todo lo posible por frenar reformas que remediaran las paupérrimas jubilaciones que entregaba el sistema. Eran los mismos datos, solo que ahora utilizados para frenar la posibilidad de que los afiliados retiraran parte del dinero que consideraban de su propiedad. El ministro sugería entonces que, además de irresponsables, quienes apoyaban el proyecto eran ignorantes, pese a que desde que el sistema entró en funcionamiento, hace 40 años, en plena dictadura, el discurso persistente de sus creadores había estado anclado en la relación individual y autónoma de cada trabajador con su fondo. No había en ese esquema la imagen de un colectivo, y si la había, no importaba, al menos hasta ahora. El cambio cultural prosperó: para la mayoría de los chilenos y chilenas las pensiones son un asunto individual. En esa lógica, ¿por qué entonces no disponer de una parte de ese dinero en tiempos de crisis, sobre todo si el Estado sólo aparece de mala gana y con apoyo a cuentagotas? El proyecto al que el gobierno se enfrenta no es tanto la propuesta de un adversario que vio una oportunidad, como la consecuencia de una irresponsabilidad sostenida en el tiempo: la de quienes se han negado una y otra vez a considerar cualquier experiencia que contradiga unas convicciones que veneran como un dogma religioso, los mismos que ven en la desesperación de los ciudadanos que les son extraños una amenaza que debe ser acallada y no un clamor que necesita ser atendido. Bastaba con recordar lo que pasó en octubre, aunque tal vez ya se les haya olvidado.
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