Columna de Óscar Contardo: Enemigos incógnitos
"El presidente nos dice que hay algo allá afuera, que nos cuidemos, sin aceptar preguntas de la prensa. Casi no hace referencia a las personas mutiladas por los balines disparados por carabineros. Un guion que enajena y polariza porque de soslayo sugiere que lo abusos policiales son un daño colateral comparados con la amenaza incógnita a la que nos enfrentamos".

Cuando la actual crisis comenzó, el presidente Piñera aseguró que estábamos en guerra, bajo la amenaza de un "enemigo poderoso" que buscaba destruirnos: lo dijo rodeado de militares después de anunciar el estado de emergencia. Nunca especificó quiénes eran aquellos que le habían prendido fuego a las estaciones de metro y que propiciaban saqueos, aunque sí sugirió que en los desmanes hubo intervención internacional, sin aportar más datos. Esta semana, la sexta desde el estallido iniciado el 18 de octubre, el presidente no habló de guerra, pero si de un enemigo "poderoso e implacable" que es necesario combatir con las fuerzas de orden y seguridad. Lo sostuvo con energía, aunque no brindó antecedentes que respaldaran las declaraciones.
A su vez la vocera de gobierno sostuvo que en los saqueos habría bandas de narcotraficantes involucrados, sin presentar evidencia que ayude a comprender el escenario total y la razón por la que actúan con tanta impunidad, como por ejemplo lo hicieron en el centro de Valparaíso esta semana. Las autoridades, por alguna razón que desconocemos, sólo hablan de un cuco feroz, sin ponerle nombre, esparciendo sospechas y dejando a la opinión pública a merced de la paranoia frente a la delincuencia. El mensaje del gobierno en lugar de dar luces para que la comunidad sienta algún grado de certeza, nos arroja una y otra vez a la deriva. Aparecen entonces teorías sobre las fuentes de la violencia –narcos, anarquistas, barras bravas- que no se sostienen más que en especulaciones, construyendo un enemigo de bordes difusos. Mientras eso sucede, cada día que pasa la cantidad de denuncias de graves violaciones a los derechos humanos cometidos por la policía, crece. Los dos informes internacionales entregados hasta ahora –Amnesty y Human Rights Watch- detallan abusos gravísimos que se repiten en distintas ciudades de Chile. Personas mutiladas, violadas, golpeadas y sometidas a vejámenes. Sabemos, por ejemplo, que cuando la policía le disparó a los ojos al estudiante Gustavo Gatica , él estaba sacando fotos y que cuando Fabiola Campillay recibió en su rostro la bomba lacrimógena de carabineros que la dejó ciega, esperaba el transporte público que la llevaría a su trabajo. Hay denuncias bien documentadas de niños y niñas golpeados por las fuerzas del orden. En estos casos la forma de operar de los victimarios está clara. Sobre eso sí tenemos información, en cambio sobre los delincuentes que el presidente señala como los causantes de la violencia, poco y nada.
El presidente nos dice que hay algo allá afuera, que nos cuidemos, sin aceptar preguntas de la prensa. Casi no hace referencia a las personas mutiladas por los balines disparados por carabineros. Un guion que enajena y polariza porque de soslayo sugiere que lo abusos policiales son un daño colateral comparados con la amenaza incógnita a la que nos enfrentamos; bajo esa lógica quienes se indignan por las violaciones a los derechos humanos no estarían ofuscándose por las razones adecuadas para el momento, sino simplemente cayendo rendidos a un sesgo político. La propia vocera de gobierno publicó en su cuenta Twitter la imagen de un grupo de hombres jóvenes que jactanciosamente se retrataron frente al hotel de La Serena al que entraron en tropel destruyendo, robando y prendiendo fuego. Bajo la foto, la autoridad escribió "¿Hoy alguien sigue validando, justificando o entendiendo esto?", como si hubiera algún dirigente político alguna vez hubiera apoyado estos hechos de delincuencia. Lo que uno espera de un gobierno es que sea capaz de controlar el caos callejero, que la policía al menos hubiera llegado a tiempo para frenar los descalabro en Santiago, Valparaíso, Talca o La Serena, en lugar de usar las imágenes de los propios delincuentes para atacar implícitamente a sus adversarios políticos.
Hay quienes repiten que debe condenarse la violencia "venga de donde venga", como si hubiera alguien medianamente cuerdo que disfrutara con el sufrimiento de trabajadores y comerciantes atacados por saqueadores desquiciados. Esa división es falaz y oculta otra: hoy sabemos claramente que hay una violencia ejercida por agentes del Estado en contra de manifestantes opositores, pero desconocemos la identidad del "enemigo poderoso" del que nos habla el gobierno, un enemigo que ha podido incendiar y robar con total impunidad. ¿Quiénes son y por qué son tan poderosos? El presidente debería aportarnos algún grado de certeza para evitar que nos sintamos a la deriva, pero en lugar de eso insiste en que los chilenos permanezcamos sumergidos en la crispación, procurando dibujar una fractura que nos separe. Lo hace al mismo tiempo que invoca la unidad nacional.
Las metáforas de fútbol me irritan, las de guerra me asustan. Me resisto a ver la vida como un campo deportivo en la que todos competimos por algo que no está resuelto sino hasta que alguien o algo avisa que es el final. Cada vez que leo o escucho expresiones como "la cancha dispareja", "jugar en las grandes ligas" o el "fin del primer tiempo", siento que en esas imágenes hay muchas trampas y simplificaciones que disimulan la incapacidad para dar cuenta de los matices de la vida humana. Despertarse cada mañana para ir a meter goles, dormirse con el permanente temor a la derrota. Cuando esas metáforas avanzan al ámbito de lo bélico, sobreviene entonces otra emoción, más cercana a las que provocan los grandes fracasos.
Hemos escuchado a autoridades y analistas hablar sobre dar batallas contra la pobreza, la mala educación y la delincuencia, en un tono furibundo que señala un enemigo sin forma al que hay que doblegar, un antagonista que irrumpe en nuestra convivencia como lo haría un demonio: perturbándola y envenenándola. Sin embargo no hay un duende maligno llamado "pobreza", ni una bruja que a través de un hechizo abandone a los enfermos a su suerte o les impida a los jóvenes pobres educarse adecuadamente. Lo que sí existe son hospitales colapsados, falta de medicamentos que impiden a determinados enfermos acceder al tratamiento que los sanará y un sistema educacional segregado que va condenando a amplios sectores de la población a vivir amontonados en los márgenes. No hay una academia del delito, ni un instituto de vileza, pero sí niños, niñas y adolescentes que acaban en instituciones como el Sename, gracias a la negligencia de un sistema que considera sospechosos a los pobres.
No me gustan las metáforas que simplifican procesos humanos, pero estas seis semanas han sido para mi, y supongo que para muchos, lo más parecido a estar secuestrado en una pesadilla ajena, en donde no hay una trama narrativa, sólo saltos temporales sin solución de continuidad. Un mal sueño que no acaba y un gobierno que ha hecho de la represión un repertorio monótono, de la política un laberinto oscuro y del futuro una salida de emergencia clausurada por los errores del pasado.
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