La delgada línea roja: discursos de odio y libertad de expresión

El debate en torno al lenguaje ofensivo y la libre opinión se instaló en nuestra sociedad. Aun cuando la ONU plantea combatir la discriminación y la xenofobia, no hay consenso internacional sobre qué es el discurso del odio. Europa cuenta con legislación que penaliza la incitación al odio, mientras Estados Unidos abraza la tradición liberal y protege el derecho a disentir.


Cuando tocaron a la puerta de su casa, la noche del 3 de marzo de 2006, Al Snyder pensó que era su hija que había olvidado las llaves. Pero al abrir se encontró con dos marines vestidos de traje solemne. Entonces lo supo de inmediato; su hijo Matthew, de 20 años, había partido a Irak en febrero. “Por favor, dime que no. Por favor, dime que no”, dijo. “Señor Snyder, su hijo murió esta mañana”, fue la desoladora noticia que recibió.

Cinco días después el cuerpo de Matthew Snyder llegó a Estados Unidos. Su funeral se realizó el 10 de marzo en la iglesia católica de St. John, en Westminster. Y mientras su familia y amigos se reunían para despedirlo, a 300 metros un grupo de manifestantes desplegaba carteles ofensivos: “Tropas maricas”, “Dios te odia”.

Los activistas eran miembros de la Iglesia Bautista de Westboro, dirigida por el pastor Fred Phelps, un abogado con un discurso furiosamente anti gay. Desde la invasión a Irak, el culto se manifestaba en los funerales de los soldados: según ellos, las muertes eran un castigo de Dios por la tolerancia hacia la homosexualidad.

Al Snyder demandó al pastor Phelps y el caso concentró la atención del país. La causa escaló hasta la Corte Suprema, que finalmente eximió a la iglesia de Westboro y condenó al padre de Matthew Snyder a pagar los costos legales.

En su fallo la corte argumentó que si bien el discurso de Westboro es hiriente y no contribuye al diálogo, la respuesta no podía ser castigar al orador. “Como nación, hemos elegido un curso diferente: proteger incluso los discursos hirientes sobre asuntos públicos para asegurarnos de no sofocar el debate”, escribió el juez John Roberts, presidente del Tribunal Supremo.

El caso Snyder vs. Phelps se volvió un antecedente emblemático y extremo en la discusión en torno a los discursos de odio y la libertad de expresión. Una década más tarde, el debate volvió a tensionarse cuando una turba de seguidores de Donald Trump asaltó violentamente el Capitolio. A raíz de ello, Twitter y Facebook suspendieron las cuentas del expresidente, y recientemente Trump anunció demandas contra ambas. “Nuestro caso demostrará que esta censura es ilegal, inconstitucional y completamente antiestadounidense”, dijo.

El debate en torno a los discursos de odio, la libertad de expresión y la censura crece en Occidente. La controversia se instaló también en nuestro país: en la comisión de derechos humanos de la Convención Constitucional, la constituyente Ruth Hurtado fue censurada al recordar el proceso a la machi Francisca Linconao por el crimen de la familia Luchsinger, del que fue absuelta. “Discurso de odio”, fue la justificación.

En mayo de 2019 la ONU dio a conocer un plan de acción para combatir los discursos de odio. En su análisis, el mundo atraviesa “una inquietante oleada de xenofobia, racismo e intolerancia, con un aumento del antisemitismo, el odio contra los musulmanes y la persecución de los cristianos”. En este contexto se observa la aparición de una retórica incendiaria que “estigmatiza y deshumaniza a las minorías, los migrantes, los refugiados, las mujeres y todos aquellos etiquetados como ‘los otros’”, afirmó Antonio Guterres, secretario general de la ONU.

Desde luego, Naciones Unidas es partidaria de combatir la intolerancia y los discursos de exclusión porque son “una amenaza para los valores democráticos, la estabilidad social y la paz”.

Si bien el análisis parece inobjetable, menos consenso existe en torno a la definición de discurso de odio. La propia ONU reconoce que “no existe una definición legal internacional de discurso de odio, y la caracterización de lo que es ‘odioso’ es polémica y controvertida”.

Aun así, ofrece una descripción del discurso de odio como “cualquier forma de comunicación de palabra, por escrito o a través del comportamiento, que sea un ataque o utilice lenguaje peyorativo o discriminatorio en relación con una persona o un grupo sobre la base de quiénes son o, en otras palabras, en razón de su religión, origen étnico, nacionalidad, raza, color, ascendencia, género u otro factor de identidad”.

Denigrar al otro

Cuando realizó su doctorado en Comunicaciones, en 2016, el periodista Andrés Rosenberg decidió examinar los discursos de odio en nuestro país. Académico en la UDP, Rosenberg es de origen judío y observaba con preocupación los insultos hacia su comunidad en la red. “Si había alguna noticia vinculada con Israel, de inmediato acá aparecían comentarios brutales, cosas muy fuertes, que no solo me afectan a mí, sino a nuevas generaciones que pueden verse influenciadas”, dice.

En su tesis observó los comentarios de los usuarios de La Tercera y Emol el día de las elecciones entre Sebastián Piñera y Alejandro Guillier, en 2017. “Descubrí que el 40% de los comentarios eran de incivilidad, o sea que expresaban garabatos, estereotipos o insultos. Hay harto camino en Chile que recorrer en este tema”, dice.

En cualquier caso, incivilidad no es sinónimo de odio. “El discurso de odio tiene dolo detrás, lleva una intención retórica para hacer ver que la contraparte no tiene un valor, lo denigro, lo hago ver inferior. Es como el caso del exgerente del Bice, que manifestó un discurso racista, de odio hacia la machi Francisca Linconao. También se da con el Holocausto cuando hablan del ‘holocuento’, negando la evidencia de 6 millones de personas que fueron exterminadas”.

En este sentido, el negacionismo respecto de los crímenes de lesa humanidad podría vincularse con el discurso del odio, dice Rosenberg. En Europa, de hecho, Alemania, Francia, Suiza, Austria, Bélgica, República Checa y España condenan expresamente el negacionismo en torno a los crímenes de derechos humanos.

Un aspecto importante, al hablar de discurso de odio, es la referencia a un grupo o colectivo. “Cuando tú le atribuyes un rasgo ofensivo a una etnia o a un grupo, por ejemplo que los pueblos originarios son de tal o cual forma, peyorativamente, estás difundiendo discurso de odio”, afirma Rosenberg.

Las líneas pueden ser a veces delgadas, pero las discrepancias no deben calificarse de odio; de otra forma la libertad de expresión y los límites del debate se reducen, comenta.

En nuestro país no hay legislación específica, si bien existe la Ley Antidiscriminación y la Ley de Opinión y Libertad de Prensa, que prohíbe la difusión de opiniones discriminatorias o que promuevan el odio. Pero en 2014 se presentó un proyecto contra la incitación al odio, aún en trámite en el Congreso.

“El discurso de odio no pertenece a una desviación social de la libertad de expresión, sino que es una agresión y un ataque contra el estado de derecho”, ha dicho la académica de la UC y ministra de la Corte Suprema, Ángela Vivanco. “El punto es cómo una sociedad democrática, tolerante y pluralista aborda el discurso de odio evitando limitar la libertad de expresión, pero asegurando que no sea fácil y que tenga sanción cometer este tipo de transgresiones. Es una línea delgada y por eso no es fácil legislar sobre este tema”.

Libertad y dignidad

Los ataques a las Torres Gemelas aún estaban muy frescos cuando el eurodiputado belga Daniel Féret fue llevado a proceso. Ex líder del Frente Nacional, se le acusó de difundir panfletos xenófobos y discriminatorios, en especial hacia los musulmanes. Féret perdió su fuero y se le impidió postular a cargos públicos por 10 años. El Tribunal Europeo de Derechos Humanos (TEDH) consideró que sus declaraciones eran “graves ataques contra los valores democráticos”.

Para el TEDH, la intervención en la libertad de expresión no solo es necesaria sino indispensable cuando se trata de discursos de odio. Con la herencia de la Segunda Guerra Mundial y el Holocausto, la perspectiva europea busca proteger a las eventuales víctimas de la intolerancia. Gran Bretaña, Francia, Alemania, Dinamarca e Italia cuentan con legislación que prohíbe los discursos de odio de distintos tipos.

El jurista británico Paul Coleman, autor de La censura maquillada, es contrario a estas leyes. Él piensa que “son herramientas poderosas en manos de quienes desean censurar opiniones impopulares, silenciar a la oposición política y eliminar las voces irritantes que se pronuncian contra las ortodoxias del momento”.

Su perspectiva es coincidente con la noción liberal de Estados Unidos, donde la libertad de expresión es un derecho casi absoluto. Como lo expresó el filósofo John Rawls, “suprimir la libertad de expresión, incluida la expresión subversiva, implica siempre una supresión parcial de la democracia”.

Ronald Workin, el filósofo del derecho más influyente de Estados Unidos, plantea el problema de la legitimidad: argumenta que cualquier restricción a la libertad de expresión socava la legitimidad del Estado. No se puede suprimir la expresión, incluso del odio, sin perder autoridad moral ante los individuos para que luego acepten las leyes del colectivo. En su opinión, se deben adoptar leyes para proteger a las personas de las consecuencias del racismo o la intolerancia, pero no prohibir esas expresiones.

Los argumentos de Workin han sido rebatidos por uno de sus discípulos, Jeremy Waldron, profesor en la Universidad de Nueva York. Autor de The harm in hate speech, Waldron afirma que el discurso del odio debe regularse como parte del compromiso con la dignidad humana, la inclusión y el respeto a las minorías. En una sociedad ordenada, dice, “todos pueden disfrutar de una cierta seguridad mientras se ocupan de sus asuntos. Saben que cuando salen de casa por la mañana, pueden contar con no ser discriminados, humillados o aterrorizados”. El discurso destinado a intimidar o difamar destruye esa seguridad.

El punto de vista de Waldron encuentra respaldo en intelectuales como Stanley Fish, autor del controvertido libro There’s no such thing as Free Speech (and it’s a good thing, too). Fish dice que así como en los 60 y 70 la izquierda se apoyó en la libertad de expresión para dar visibilidad a sus causas, en los 90 la libertad de expresión se volvió el refugio de sectores ultraconservadores para protegerse de acusaciones de racismo o intolerancia. De aquí que para Fish la libertad de expresión es un concepto vacío para los intereses políticos.

Por cierto, no es una opinión mayoritaria. La filósofo feminista Judith Butler es contraria a la censura: al judicializar el problema, dice, se pierde la lucha política. Butler confía en la posibilidad de resignificar el lenguaje del odio, como han hecho los colectivos de género. La censura, dice, impide la búsqueda de alternativas subversivas en el habla y no romperá la “cadena ritual del discurso de odio”. En última instancia, la censura podría provocar, paradójicamente, el efecto contrario al buscado y, en lugar de suprimirlo, sería un incentivo para que se reproduzca.

Otros autores han advertido también que una postura represiva podría inhibir la expresión de otros discursos incómodos o impopulares, así como victimizar a los extremistas.

Sin tabúes

Si bien la libertad de pensamiento y expresión son derechos fundamentales, el lenguaje no es neutral, de modo que “las palabras pueden causar daños a terceros”, dice la filósofa chilena Diana Aurenque.

La pregunta es ¿qué tipo de restricciones son legítimas? ¿Prohibir por ley o discutir con argumentos racionales en el espacio público? “Ambas posturas tienen sus desventajas. En el primer caso se corre el peligro de que ciertos temas pasen a constituirse en dogmas, en tabúes que impiden que las personas por su propia capacidad deliberativa comprendan lo incorrecto o falso que soportan discursos de este tipo; y en el segundo caso, se cae también en la ingenuidad de creer que nuestras creencias y opiniones solo se sustentan en procesos racionales”, observa.

En su opinión, “lo más razonable no puede ser tabuizar ni censurar discursos de odio, sino más bien exponerlos en sus debilidades públicamente, demostrar sus falencias epistémicas o falsificaciones históricas, para así construir verdades colectivamente y no instaurar dogmas; ojalá con el mayor de los apoyos en los medios de comunicación masivos y en los establecimientos educacionales. Silenciar ciertos discursos, aún cuando se busque proteger a grupos que puedan sentirse vulnerados, puede generar aún más resentimiento en quienes ya sustentan falsas creencias y fomentar indirectamente que el odio se acreciente”.

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