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GOT, Valar Morghulis y todo eso

Nada de eso hay en el final. O quizás sí, pero es solo la cáscara, apenas una presunción o quizás un eco; el recuerdo de lo que la serie abandonó para volverse apenas un espectáculo: la indagación feroz sobre el sentido de la aventura y la fragilidad de la condición humana.

Final Game of Thrones

No podía terminar bien. Las grandes series nunca terminan bien. Es una regla. Tienen que decepcionar, tienen que tratar de ser inteligentes aunque no lo sean, buscar una sorpresa que no necesitaban. Eso pasó anoche en HBO con Game of Thrones. "The iron throne", su último capítulo no anduvo tan mal, reparó algunos desastres de la temporada, trató de buscar algún sentido. Quizás lo logró, por lo menos en lo que compete a la belleza de ciertas imágenes, como la cita al Gustave Doré que ilustró a John Milton cuando vemos a Daenerys Targaryen sola y de pie sobre la escalera y las alas de Drogon se proyectan detrás como si fuesen suyas; el momento en que se abre el muro y observamos a los vivos retornar a la tierra donde alguna vez reinaron los muertos; las ruinas como la única arquitectura posible de la serie. Pero no era suficiente. Lo que había comenzado como una epopeya terminaba como melodrama: la heroína perdía la razón y era asesinada por su amante; un héroe que se había vuelto un inútil.

Esa decepción era quizás parte importante de Game of Thrones, que siempre recurrió a la eficacia del culebrón, a pesar de los efectos especiales, los dragones y las genealogías milenarias. Y como tal, dependía de las continuas vueltas de tuerca que sacudían al espectador, una clase de sorpresa que funcionaba muy bien en las primeras temporadas (la muerte de Ned Stark, la Boda Roja, sin ir más lejos) pero que luego adquiría cierto tono mecánico y más bien predecible quizás porque las pasiones que animaban a los personajes ya no eran tan relevantes como los giros del guión. De este modo, mientras estuvo llena de deseo, traición y sed de venganza, el show de David Benioff y D. B. Weiss electrizó a la audiencia, que no sabía qué le deparaba cada episodio. Cada sesión era confusa y estaba llena de guerras floridas; con todo el elenco perdido en un mapa que apenas entendían.

Pero hace un par de años, cuando las novelas de George R.R. Martin dejaron de ser las referencias de la serie, todo comenzó a cerrarse y ese tono caótico pero vivo desapareció. Los guionistas resucitaron al héroe (que había muerto, traicionado por los suyos), enclaustraron a la villana en King's Landing y la chica que alguna vez fue la heroína terminó queriendo matarlos a todos. Aquellos cambios quedaron sepultados por una grandilocuencia visual impensada. Estábamos ante un monumento, ante la serie más grande de la historia, un cambio de época, el fin o el comienzo de algo. Y sí, el show estaba a la altura de su publicidad a tal punto que cuando tuvieron que cerrar las tramas a los showrunners no les quedó otra opción que irse por lo alto quemando literalmente lo que se cruzara por la pantalla, llenándola de cuerpos carbonizados mientras los personajes peleaban entre los rescoldos.

Junto con Daenerys y Jon Snow, el que más resintió ese cambio fue Tyrion Lannister. De hecho, si en las primeras temporadas Peter Dinklage tenía al Claudio de Robert Graves como brújula para interpretar al personaje, eso desapareció en las últimas. Quizás fue él quien más padeció la ausencia de las novelas de Martin. De hecho, al final parecía que Tyrion ya no tenía nada que decir y que su inteligencia era solo un alarde. Ya no servía de consejero, ya no leía al mundo. Ya no le escribían buenos diálogos, apenas le daban un par de chistes. Como con Daenerys, solo era otra máscara que se movía a ciegas, apenas alimentada por el aura de lo que alguna vez había sido. De este modo, sus acciones respondían a una narrativa robótica que lo declaraba como un avatar vacío sobre el que apenas se proyectaba la nostalgia de los espectadores por lo que había dejado de ser: un hombre entregado a sus pasiones, alguien que creía más en los libros que en las personas, el Fool de todos los reyes sin reino de Westeros.

Por lo mismo, que Benioff y Weiss hayan puesto como momento climático del episodio final un discurso donde Tyrion se explayaba acerca del arte y la necesidad de contar historias era tan triste como redundante, un juego metatextual cuyo manifiesto (la historia de Bran, el rey roto) que contradecía el modo en que la misma serie enfrentó el asunto. Porque Tyrion ya no tenía nada que decir; sus palabras estaban vacías, ya no revelaban inteligencia alguna.

Y esa inteligencia era tal vez el mejor atributo de la serie: un sarcasmo que ponía en su lugar la fe ciega y el asombro; que ironizaba con el poder y la gloria. Gracias a él Game of Thrones ensuciaba la fantasía yuxtaponiendo lo maravilloso con lo banal, hundiéndose en las pasiones tóxicas de sus personajes para extraer de ahí el sentido de su relato, que enfocaba con nihilismo y no poca maldad. De hecho, el Rey de la Noche y su ejército de muertos eran como los marcianos que alguna vez filmó Tim Burton: una fuerza imparable que remedaba el avance inexorable del tiempo, otra metáfora del fin del todas las cosas, la manifestación concreta de ese Valar Morghulis que acechaba a los personajes. Nada de eso hay en el final. O quizás sí, pero es solo la cáscara, apenas una presunción o quizás un eco; el recuerdo de lo que la serie abandonó para volverse apenas un espectáculo: la indagación feroz sobre el sentido de la aventura y la fragilidad de la condición humana.

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