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Eduardo Sacheri: “Sin el fuerte apoyo popular, a los militares les hubiera sido muy difícil sostener el conflicto en Malvinas”

En su nueva novela, el autor argentino se traslada a la Guerra de Malvinas. A partir de testimonios de veteranos, reconstruye la experiencia de jóvenes conscriptos en un conflicto que no esperaban y reflexiona sobre la responsabilidad social, la derrota y las huellas que aún persisten en su sociedad.

Las noches solían ser una mezcla de silbidos de viento, frío y silencio. Pero esa noche un estruendo rompe la quietud. Antonio y Conejo despiertan sobresaltados en la zanja de barro donde se refugian. “¿Escuchaste eso?”, pregunta uno. “¿Serán bombas?”. Antonio piensa: los ingleses están atacando. Desde que llegaron a Malvinas, todo el mundo decía que eso no iba a ocurrir, que no habría guerra. Pero con el paso de los días la información era difusa y un ánimo sombrío se instaló entre las tropas. Y ahora caen bombas. Entonces Conejo dice:

-Se armó, nomás. La puta madre.

Antonio y Conejo son amigos de barrio en Buenos Aires. Tienen 20 años y hace poco terminaron el servicio militar. La mañana del 2 de abril de 1982 ellos y toda Argentina despertaron con la noticia que corrió por las calles: “‘¡Recuperamos Malvinas!”. Entonces, Antonio y Conejo fueron reclutados para comenzar la ocupación de las islas. Para ellos tenía el carácter de una aventura.

Antonio, Conejo y Carlos, el tercero del grupo, son los protagonistas de la nueva novela de Eduardo Sacheri, Qué quedará de nosotros. Es la segunda parte de su ciclo novelístico sobre Malvinas: la primera entrega fue Demasiado lejos, donde narraba el conflicto desde la perspectiva de Buenos Aires y las familias de los jóvenes. Ahora se traslada a las islas y a la guerra a través de los soldados que participaron en ella.

-Tuve que leer muchísimo y escuchar muchísimos testimonios de veteranos. Te diría que esa tarea fue esencial, sobre todo para la última parte de la novela, donde el centro son los combates -cuenta.

Nacido en 1969, Sacheri tenía 14 años cuando las tropas argentinas tomaron Malvinas. Recuerda bien el entusiasmo que despertó entre la población. En plena dictadura, la ciudadanía apoyó a los militares en un acto que consideraron de absoluta justicia.

Profesor de historia, hasta hace poco Sacheri hacía clases en un liceo de Castelar, y con espíritu pedagógico explica: “Para entender ese entusiasmo hay que remontarse más o menos a 1930, un momento en el que la Argentina sufre un quiebre fuerte de su prosperidad económica con la crisis mundial. Ese quiebre replantea muchas cosas en la cultura y en el sentido común argentino: inseguridad, duda, resentimiento”.

Los británicos fueron blanco de ese resentimiento por la ocupación de las islas, que tomaron a la fuerza en 1833. “Así, se formó la idea de que recuperar las islas sería recuperar nuestra grandeza”. En las escuelas los niños pintaban el mapa y escribían: “Islas Malvinas argentinas”.

-De modo que en 1982 el sentimiento generalizado del país es: “Ahora sí, lo hemos logrado, estamos en el día uno de la nueva Argentina”.

“La guerra es un momento en ese larguísimo amor mítico con Malvinas“.

¿Malvinas encarnaba una imagen mítica?

Y lo sigue encarnando. Cuarenta años después basta cruzar la frontera y recorrer cualquier ruta argentina para encontrarte con carteles viales que dicen “Islas Malvinas”, una flecha y la cantidad de kilómetros que hay. O ver autos que tienen una calcomanía de las Malvinas. Ni hablar del vínculo del fútbol y de la selección con la reivindicación de Malvinas: eso persiste. La guerra es un momento en ese larguísimo amor mítico con Malvinas.

Soldados argentinos durante el conflicto bélico con Inglaterra. Foto: La Tercera/Archivo

Como cuenta la novela, se esperaba una salida diplomática al conflicto, pero de pronto todo se ensombreció. ¿Cómo se produjo ese cambio?

Yo recordaba todo el conjunto del 2 de abril al 14 de junio como “la guerra de Malvinas”. Pero cuando uno investiga, dice: no, las sensaciones de abril no son de guerra; son sensaciones de “recuperamos un territorio que era propio”; no matamos ni a un solo británico en el proceso. Naciones Unidas había invitado a ambos países a discutir la soberanía en el ámbito diplomático y se pensaba que eso quedaba. Esa era la sensación dominante en la sociedad, en el propio gobierno militar y en los militares a cargo del dispositivo en las islas. No hay una idea de “abrimos la caja de Pandora y nos lanzamos a la guerra”. En todo caso, cuando llegue la flota británica y cuando las negociaciones sean poco auspiciosas para la posición argentina, el sentido común se irá deslizando hacia “la guerra será inevitable”. Pero eso uno lo ve desde la distancia. En ese momento no lo veíamos.

Los protagonistas son tres amigos que hace poco terminaron el servicio militar. Son chicos de barrio, no soldados profesionales. Ellos mismos no van con la perspectiva de que habrá un conflicto. Antes de partir van a una pizzería y la gente los aplaude.

En los testimonios que recopilé son muchos los veteranos que te dicen que su sensación inicial era de entusiasmo, descubrimiento y aventura. Y acá me pongo un poco profesor de historia: las guerras del siglo XX son guerras de jovencitos. No sólo Malvinas. Jovencitos muchas veces conscriptos: civiles convocados a las armas. Pasa con Vietnam, con la Primera y Segunda Guerra Mundial. Y en sociedades donde todavía una condición para ser ciudadano es estar dispuesto a ser soldado. La paradoja de nuestros países de esa época es que no pueden ser ciudadanos porque viven bajo dictaduras militares. Pueden ir a morir en una guerra, pero no pueden votar.

“La mayoría de los soldados entraron en combate el 10 de junio, mientras estaban desde abril esperando y padeciendo frío, suciedad, hambre y, eventualmente, maltrato de sus jefes”.

¿Cómo fueron las condiciones que enfrentaron?

Fueron condiciones de enorme improvisación de sus mandos, fuertísimo desconocimiento del terreno y una debilidad logística pavorosa. Las islas tienen una naturaleza muy hostil: un lugar extremadamente ventoso, poco pródigo en recursos alimentarios, de un invierno durísimo y largo. En realidad, la guerra se pelea en otoño, pero es un otoño atroz. Además, en las islas casi no había caminos. Aprovisionar a los soldados lejos de la capital era muy difícil. Y la guerra para los soldados argentinos es, sobre todo, una larga espera. Del 1 al 20 de mayo son cañones navales y aéreos. El desembarco británico se da el 20 de mayo en la bahía San Carlos, donde se producen los primeros combates. Después, escaramuzas mientras los británicos cruzan hasta sitiar Puerto Argentino, y ahí sí se dan los últimos combates de infantería. Pero la mayoría de los soldados entraron en combate el 10 de junio, mientras estaban desde abril esperando y padeciendo frío, suciedad, hambre y, eventualmente, maltrato de sus jefes. No les pasó a todos, pero hubo jefes crueles, inhumanos, torpes, incapaces.

Esa espera debió afectar psicológicamente…

Imagínate todo eso con frío, hambre y viento. Y con bombardeos nocturnos, con hostigamiento permanente. Y te diría que las unidades que mejor se sobreponen son las que tienen mejores jefes. Y cuando digo “jefes” te hablo de tenientes de 28 años. No te estoy hablando de generales; el desempeño de los altos mandos fue pésimo. A mí me interesó llevar la novela al horizonte del soldado de infantería en el frente...

Es la historia desde la orilla de la gente de a pie.

Cuando empieza la novela son estudiantes, trabajan, uno es novio, son hijos, son hermanos, hinchas de fútbol, amigos… y llega un momento en que sólo son soldados. La vida a veces te enfrenta a situaciones extremas y tu vida se simplifica. A los soldados les pasó cerca del final: su vida se reduce a “¿qué voy a hacer cuando los ingleses salgan de atrás de aquella piedra? ¿Me voy a rendir? ¿Me voy a esconder? ¿Voy a disparar y arriesgar mi vida?”. Esas preguntas atravesaron la cabeza de los soldados. No todos respondieron igual.

En esa circunstancia, la idea de patria también se achica: se vuelve tu entorno, tus amigos…

Claro. La noche en que atacan los ingleses no importa si te aplaudieron en la pizzería. Importa qué hacen tus amigos en la trinchera del lado y qué esperan de vos. Esa reducción de la patria a un pequeñísimo círculo de seres humanos me parece de enorme significación, porque en las situaciones límites los conceptos abstractos se corporizan. La patria, el honor, el deber, el temor: se reducen a los cinco o seis hombres que hay a tu alrededor. Los lugares donde más se combatió y más se padeció coinciden con donde más soldados resistieron. Mientras escribía solía preguntarme: “¿Valió la pena?”. No lo sé.

“(Tras la derrota) La sociedad argentina hizo un movimiento autoexculpatorio: “Nosotros no fuimos, fueron los militares”.

¿Qué tan conocida era en Buenos Aires la situación que vivían los soldados?

En Buenos Aires sigue la fiesta. Solo las familias de los soldados no participan de ella. Igual, los soldados tienen muy poca información. No tienen idea de dónde van a desembarcar los ingleses. Las fuerzas argentinas pelean casi a ciegas. La inteligencia militar es absolutamente dispareja. La guerra se empareja bastante en el enfrentamiento de infantería mano a mano. Por eso los ingleses lo hicieron nocturno, donde la diferencia logística y tecnológica los puso en una posición muy superior.

¿Cómo se vive la derrota en la sociedad argentina?

Se tradujo muy rápido en rabia hacia el gobierno militar. La sociedad argentina hizo un movimiento autoexculpatorio: “Nosotros no fuimos, fueron los militares”. Eso renovó los reclamos contra el gobierno militar, que se habían puesto en pausa el 2 de abril. Galtieri renuncia a los pocos días. Lo reemplaza Bignone, el último presidente militar, que tiene que aceptar de inmediato una agenda de salida democrática.

¿La sociedad argentina tuvo responsabilidad al entusiasmarse con Malvinas?

Creo que sí hay una responsabilidad. Sin el fuerte apoyo popular, al gobierno militar le hubiera sido mucho más difícil sostener el conflicto una vez iniciado. Los militares tienen una responsabilidad gigantesca, pero no pueden retroceder, porque en Argentina se hubiera leído como una claudicación inaceptable. Entonces, la impericia del gobierno militar, sumada a la euforia de la población, se retroalimentan en un camino sin retorno. “¿Se podría haber evitado la guerra?”. No lo sé.

La isla fue un punto estratégico para la Guerra de las Falklands/Malvinas en 1982. | Foto: Getty Images

Después de la derrota se instaló un silencio: no hablar de la guerra. ¿Tenía que ver con el dolor o con cierta culpa?

Para mí tiene más que ver con la culpa que con el dolor. Pero con una culpa mal manejada. Si hablas con cualquier argentino de mi generación o más grande, recuerdan la euforia, pero no se sienten partícipes: “La gente hizo esto”. “¿Y vos qué hiciste?”. “No, yo no”. La culpa es exclusivamente de los militares. La otra parte prefiere darse por engañada. A mí me da para pensar: bueno, pero a vos no te negaron que era una guerra; te engañaron con que se iba ganando, ahí sí. Pero te pareció bien arriesgar las vidas de esos soldados. En Argentina no hubo protestas masivas contra la guerra.

¿Qué lección dejó Malvinas?

La lección que aprende la sociedad argentina es que es ridículo ir a la guerra. En el 84, con Alfonsín, se define la paz con Chile por el diferendo del Beagle a través de un plebiscito que masivamente aprueba el tratado. Ese pacifismo instalado tiene mucho que ver con Malvinas. A partir de ahí, la sociedad adopta una actitud más pacífica: a nadie se le pasa por la cabeza que valga la pena, por una disputa territorial, conducir a la juventud a la guerra. A todo argentino le encantaría que las Malvinas volvieran a ser argentinas, pero la abrumadora mayoría no está dispuesta a arriesgar la vida de jóvenes para conseguirlo.

Kast y Milei

El primer viaje del presidente electo José Antonio Kast fue a Argentina, donde se reunió con Javier Milei. ¿Qué podría esperarse si Kast mira a Milei como modelo?

Acá mi comunidad intelectual ve a Milei como un horror. La sociedad argentina, o la mayoría que apoyó a Milei, valora la estabilidad económica. Para muchos, eso es el vellocino de oro. Y la izquierda argentina no entiende bien eso: cree que el apoyo electoral se explica por barbaridades que declara, que en general no ejecuta. No se recortaron libertades sexuales o identitarias en estos dos años de gobierno. Sí hay una idea de reforma laboral y de derechos laborales, que tiene que ver con su ideología liberal. Pero el programa de Milei es económico. Lo que le importa es la economía. Todas las otras cosas que declara… es un argentino hablando. Y eso también importa tenerlo en cuenta: los argentinos no tenemos filtro.

La cercanía está en la visión neoliberal de la economía

No me atrevería a decir si Kast ve en Milei una guía general o un “quiero que Chile regrese a estos pilares económicos”: economía más liberal, con menos Estado. No lo sé. Pero lo que Milei está ofreciendo en la realidad argentina es eso. Cuando recorta presupuesto para la ciencia, lo recorta por déficit fiscal: punto. No tiene otra preocupación. Después podrá decir barbaridades y el titular será “Milei está contra la ciencia”. Pero el origen es: “Tacho esto porque es mucho dinero”. La obsesión de Milei es una economía ordenada y liberal. En Argentina esas dos cosas son novedosas. Por ahora consiguió una economía ordenada. Su buen resultado en las elecciones de medio término lo lleva a intentar una economía liberal que Argentina no ha tenido. Si uno compara Argentina y Chile en los últimos 50 años, las diferencias son profundas. Cualquiera de tus presidentes recientes, para parámetros económicos argentinos, es liberal.

Después de 40 años, ¿queda resentimiento hacia Chile por el apoyo de Pinochet a los británicos?

Queda. Yo puedo distinguir a la dictadura chilena del pueblo chileno; y también puedo distinguir al pueblo chileno de ciertos resortes nacionalistas que habitan en todos los pueblos. No tengo un resentimiento personal. Además, tiendo a pensar que si hubiera sido al revés, si la dictadura argentina hubiera sospechado alguna ventaja en un enfrentamiento entre Chile y una potencia europea, no creo que hubiera sido distinta a la actitud de Pinochet. Ahora, puesto en un estadio de fútbol, como escenario de lo más primitivo, eso está. No es fácil establecer una frontera de 5.000 kilómetros entre dos países, pero Argentina y Chile lo han hecho bastante bien. Estoy seguro de que habrá lectores tuyos que me digan “traidor”, y lectores argentinos también. Cuando uno toca la patria, algo se despierta, algo muy profundo y muy irracional. Y lo único que nos queda es conversar.

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