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Crítica de Cine: Tony Manero

La película chilena más esperada del semestre, se estrena en la cartelera con el aval de haber ganado el Sanfic, y con los aplausos conseguidos en el Festival de Cannes.

En relación a Fuga, la película anterior de Pablo Larraín, Tony Manero, más que un salto importante, podría tener en rigor los caracteres de una genuina redención cinematográfica. No obstante eso, la película ganadora del último Sanfic, que se estrenó en el festival de Cannes de este año y que generó gran entusiasmo en la crítica internacional, no es tan buena como debió ser, en gran parte por culpa de distorsiones de orden afectivo que terminaron contaminando tanto la puesta en escena como el punto de vista de la narración.

El gran acierto de la cinta está en la composición del personaje de Raúl Peralta, un psicópata obsesionado con el John Travolta de Fiebre de sábado por la noche, quien sueña desde una residencial de mala muerte con parecerse a su héroe y que en el Chile de hace 30 años asesina tanto por frustración o disgusto como por razones estrictamente banales. Alfredo Castro, que estuvo sobregirado en Fuga y muy convincente en Casa de remolienda, asume el rol con absoluta convicción y limpieza, y su trabajo bien podría estar entre las interpretaciones más finas del cine chileno en mucho tiempo. El suyo pudo haber sido un personaje inolvidable y si no lo fue porque la película no es precisamente muy compasiva con él. Desnudando en forma recurrente sus miserias, explicitando con escarnio su sexualidad fracasada o revolviendo con saña literalmente sus fecas, Tony Manero en realidad no es una película jugada al cariño. Tampoco a la sutileza, a las indirectas o a las analogías, y de hecho casi todas sus referencias al clima político del Chile de Pinochet son tan predecibles como gruesas. El problema no está sólo en el grosor de los trazos. Al insistir en forma tan explícita en la dimensión mórbida o en el patetismo de la conducta del protagonista, la película se farrea en buena parte la poderosa metáfora política envuelta en la idea de que en los años 70, a la larga, todos fuimos, en la sociedad chilena, un poco psicópatas.

Cuando el viejo Jean Renoir decía que todo el mundo tenía sus razones, lo que quería señalar es que todos los personajes, por muy desquiciados o maníacos que fueran, merecen en el cine una oportunidad. Eso debiera traducirse en que la película, por un momento al menos, debería ponerse en el lugar de ellos. Si eso hubiera ocurrido, la cinta de Pablo Larraín sería mucho más perturbadora de lo que ya es en términos emocionales y políticos.

Exacta en su ambientación de época, reveladora en los momentos en que el protagonista se reencuentra una y otra vez con su ídolo en la melancólica sala de cine de esos años, notable e inspiradísima en la secuencia en que los personajes de la residencial cantan Cállate -con Frecuencia Mod en la banda sonora- y ciertamente aguda en sus observaciones sobre el back stage del programa de concursos de la televisión, Tony Manero está llamada a convertirse en el gran estreno del cine chileno de este año y a recuperar audiencias que habían venido desertando.

Esta dimensión es un golpe de confianza en lo que significa conexión con el público. Y es un dato estimulante, porque, al margen de los extravíos del guión y de los titubeos de la puesta en escena, aquí hay por lo menos tres o cuatro momentos donde se alcanza el punto de ebullición de las verdades fílmicas. Para un cine maduro, eso a lo mejor sería poco. En el contexto del cine chileno actual, en verdad es bastante.

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