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Espias del amor: la tv de la crueldad

No es un programa agradable justamente porque se basa en la explotación emocional de quienes acuden a él, en la paradoja de que la única verdad que sirve para la televisión es la que se retuerce bajo capas y más capas de mentiras y fotos falsas.

El asunto es sencillo: Espías del amor, el dating show reverso de Chilevisión, es una especie de adaptación de Catfish, una franquicia que comenzó como un documental y luego continuó como un programa en MTV. La premisa consiste en salir a buscar a las personas reales que interactúan en las relaciones amorosas entabladas por medio de redes sociales, para comprobar si los novios o novias virtuales son en realidad quienes dicen ser. Animado por Julio César Rodríguez y con Marcelo Arismendi y Andrés Alemparte como reporteros centrales, en los dos programas emitidos hemos podido ver algunas escenas de desastres amorosos más bien terribles: una mujer que espera en el aeropuerto a un hombre que no llega, una chica de Valparaíso que descubre que el muchacho del que está enamorada es en realidad una joven que no se atreve a decirle lo que siente, una mujer que inventa una identidad falsa para estafar a una chica, y un joven que persigue a una novia (con la que habla por teléfono) que se esfuma de un día para otro.

Todo es más bien triste y está alimentado por el morbo. El programa descansa en el hecho de que el espectador sabe que lo que va a pasar va a ser un desastre pues acá no existe confianza alguna en el género humano. Ni cariño por quienes participan del show. La tele justifica todo y acá no cabe picaresca alguna, como en Manos al fuego. De este modo, en un mundo donde las promesas de amor apenas caben en unos cuantos mensajes de texto, el espectador intuye que la verdad será cruda y casi siempre patética y que habrá un sentido del humor retorcido en la exhibición de la pena del otro, en lo atroz que será el cara a cara que se sucederán en cada capítulo, pues la serie descansa en eso, en ese gesto. Aquella es su ambición; la de presentarle al espectador un mundo donde persiste la sensación de que lo que se anhela solo puede tomar la forma de un rostro esquivo y falso.

Aquello es cruel y horroroso. Espías del amor no es un programa agradable justamente porque se basa en la explotación emocional de quienes acuden a él, en la paradoja de que la única verdad que sirve para la televisión es la que se retuerce bajo capas y más capas de mentiras y fotos falsas. Exhibir todo aquello es también despojar de modo progresivo de dignidad a quienes se pretende ayudar, pues el programa no funcionaría si quienes lo hacen no confiaran que la revelación final de cada caso va a ser traumática, pues eso es lo que servirá para provocar en el espectador goce, repudio, ira y pena a la vez.

Por lo mismo, lo más interesante de Espías del amor es lo que existe en el punto ciego de la cámara, en ese lugar donde las frases hechas y las lágrimas catódicas de Julio César Rodríguez se acaban: la descripción de un país de ciudadanos solitarios, perdidos en una geografía donde persiguen sus propias fantasías porque han tomado la decisión de aferrarse a esas ficciones para darle sentido a sus vidas. Esos ciudadanos han decidido creer en una mentira, tratando de salvarse en esa ilusión. El programa los muestra viajando en buses, tomando aviones, hablando con voces que se desvanecerán como fantasmas. La cámara los desnuda en la precariedad de sus afectos y en la utopía de sus anhelos, en la intimidad que han construido con los ecos de las palabras de amor de gente que en realidad no conocen ni conocerán jamás. Eso es lo más interesante del programa, ese país solitario que merecía un relato hecho de compasión y una televisión que contara sus historias con algo de cariño. Ese país de mujeres y hombres solos. Ese Chile tristísimo, donde ellos miran una pantalla esperando que alguien invisible venga a abrazarlos, a sostenerlos en el aire.

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