Histórico

Formas de volver a casa

La Copa América realza lo que sabemos. Lionel Messi tropieza una y otra vez, en su carrera de triunfos, con un escollo: quiere ser argentino. Te dicen que lo es, pero nada te muestra que lo sea. Sus compatriotas dudamos. Sigue sin despertarnos cariño, cercanía. Nos da orgullo, pero un poco impostado. No nos resulta fácil reconocernos en un muchacho tan limpito, con tan poca malicia. Eso explica, supongo, su último cambio.

Es lunes a la noche, 11 de julio, y un muchacho que ya no tiene nada que demostrar, un muchacho que ya ha demostrado todo lo que se puede demostrar en este mundo del espectáculo, un muchacho que debe ser el mejor jugador del deporte más jugado, uno que gana 50 millones de dólares por año y ni siquiera se los gasta, está a punto de sufrir la prueba más inesperada: debe jugarse su prestigio contra la segunda selección de un territorio que nunca estuvo en el mapa del fútbol. Del otro lado -de este-, un país pende de sus movimientos.

Porque el muchacho tropieza una y otra vez, en su carrera de triunfos, con un escollo repetido: quiere ser argentino. Es curioso: en una época en que millones de argentinos harían todo por dejar de serlo, él viene a contramano. Viene, llega: cada tanto se toma un avión, vuela 12 horas, llega a un tumulto aeroportuario, se encierra en un campo de concentración -¿o se dice campo de entrenamiento?-, donde trata de hacerse amigo de otros muchachos tan levemente argentinos como él. Aunque ninguno tanto, tan poquito: quien más, quien menos, todos vivieron en la Argentina hasta los 18, 20 años, en cambio Lionel Messi se fue cuando tenía 13, y si no habla en catalán es porque los idiomas no son, dicen, lo suyo.

Pero aún así Lionel Messi es, para tantos millones, la Argentina. Lo tengo dicho: durante muchos años, cada vez que un ugandés o un mongol o un bengalí me preguntaban de dónde era y yo decía -sí, lo decía- que argentino, la respuesta era una y solo una:

-Ah, Argentina, Maradona.

He oído esas palabras en docenas de acentos, y pensé a menudo en la crueldad de que todos nosotros, 40 millones de argentinos, no fuéramos para la mitad del mundo conocido más que esa confusa nube de gases que rodeaba la cabeza de Diego Armando Maradona: halo, aureola, materia vaporosa. Era un destino raro, ligeramente insuficiente. Ahora, en los últimos años, todo es igual pero cambió: la frase, en el lugar de Maradona, dice Messi.

-Ah, Argentina, Messi, Messi.

El destino es el mismo: para tres mil millones seguimos siendo la masa innominada que rodea a un muchacho con demasiado nombre. Y es lo mismo pero no es igual, porque la imagen que nos reemplaza a todos ha cambiado mucho. Pasamos de ser uno que resumía cierta idea de la argentinidad -rápido, pícaro, vicioso, siempre al borde- a ser otro en el que nunca supimos cómo reconocernos. Lionel Messi es tan argentino como un pan de manteca: te dicen que lo es, nada te muestra que lo sea. Y, por eso, nos cuesta mucho reconocer que somos él.

Ahora, en la televisión, el muchacho no canta. ¿Puede ser que un país esté pendiente de si un muchacho canta o no canta el himno? Cantá hijo de…, amenazaban los policías en las comisarías; cantá, hijo de… Porque el muchacho ha jugado mal unos partidos con la camiseta celeste y blanca, y le llueven puteadas. Que no siente la selección, que lo ablandaron los millones, que le interesa más el patrón que la patria, que acá cuida las piernas, que andate a Barcelona y la reconcha, que si sabe o no sabe la letra del himno, que si sabe o no sabe lo que vale esa camiseta que lleva puesta -y que miles y miles de chicos en el mundo llevan puesta porque él la lleva puesta. Un compañero, incluso, le dijo, pendejo, la última pelota también se corre -y muchos argentinos dijeron que ése sí que la tiene clara y defiende los colores, y se sintieron cerca.

Podría parecer una paradoja que el argentino universal del momento suene tan poco argentino -a menos que uno recuerde que, al fin y al cabo, la mayoría de los argentinos universales tuvieron que dejar de ser argentinos para serlo. Guevara se volvió un revolucionario cubano, Eva Duarte una diva de Hollywood, Borges un escritor inglés antes de que el mundo los adoptase como caras para la camiseta. A Messi le pasó lo mismo, pero con extremos de metáfora mala: dejó la patria para dejar de ser un enano, su única posibilidad de crecer fue la fuga, y aún así su corazón es tan generoso -tan aburrido- que sigue tratando de ser un argentino.

(Messi, lo sabemos, podría haber jugado para España: se lo ofrecieron muchas veces, lo rechazó otras tantas. Si lo hubiera aceptado tendría muchas menos millas en su tarjeta de viajero -demasiado- frecuente pero, a cambio, jugaría con sus amigos y, a esta altura, sería campeón del mundo. No quiso hacerlo por esa rara idea de la patria: nació argentino, habla con ese acento, aunque viva y trabaje y sea querido a miles de kilómetros. Quizá ya empiece a arrepentirse; por si acaso, nadie se lo pregunta).

En cualquier caso, el muchacho intenta serlo y tres mil millones afirman que lo es; sólo sus supuestos compatriotas dudamos de que sea de verdad un argentino. El muchacho sigue sin despertarnos cariño, cercanía: es un tipo de por allá lejos que hace piruetas increíbles con una pelota y que, por suerte, en los mundiales nos toca a nosotros. Lo cual, por supuesto, nos da orgullo -los argentinos tenemos el orgullo fácil, casi tan fácil como la queja plañidera-, pero un poco impostado: como si temiéramos que, en cualquier momento, se descubriese la engañifa.

Debe ser que no nos resulta fácil reconocernos en un muchacho tan limpito, con una vida tan dorada y cuadrada, con tan poca malicia. Si yo fuera o fuese o fuere -Dios no lo permita- lacaniano o bruja alguna vez, diría que alguien no se puede llamar messi y llamar lío -porque messy, en inglés, significa enredado, liado. Y que llamarse dos veces lo mismo no es sólo redundancia, sino también condena: que alguien que se llama kilombo kilombo no tiene más remedio que ser un gran kilombo o, como en este caso, todo lo contrario: el control absoluto. O su apariencia.

El muchacho parece preocupado. En estos días hemos hablado tanto de su cara triste, de su pena por escuchar silbidos, de su estado de ánimo: es triste -tanto más triste- un país entristecido por la tristeza de su cara. Tristes las tierras que no tienen héroes, decía un personaje de Brecht; tristes las tierras que necesitan héroes, le contestaba otro. Pendemos de ese héroe improbable: nuestro hombre fuerte es un muchacho callado y petisón. El muchacho, en todo caso, se seca la cara mojada con la celeste y blanca, contiene un gesto pequeño, indefinible, y se prepara para que empiece la ordalía.

Messi nunca nos pareció argentino. Messi es puro control -o parecía. Visto de lejos, Messi es -parecía-  aquel novio que toda madre querría para su hija -si le aseguraran que nunca tendrá que sentarse a charlar de bueyes perdidos con su yerno. Hay un lugar común o prejuicio -que suelen ser lo mismo- sobre el virtuoso bobo: Mozart en Amadeus, el gran ajedrecista Bobby Fisher, los científicos locos. Messi es -parecía- la encarnación actual y futbolera de ese mito: alguien que hace sólo una cosa, pero mejor que nadie.

Se puede suponer que esa es la condición del genio. La primera vez que pensé en un futbolista como genio fue, faltaba más, Maradona: me pareció tan evidente que lo era, si creemos que un genio -un verdadero genio- es alguien que hace lo mismo que millones, pero lo hace distinto. Maradona lo hacía, y ahora Messi. Sólo que Maradona lo hacía distinto de todos, y Messi lo hace distinto de todos salvo de Maradona -el argentino por antonomasia. Esa fue, durante años, su condena: Maradona no tenía comparación posible; Messi, en cambio, tuvo que soportar todo ese tiempo la comparación. O, dicho de otro modo: la mayor aspiración de Maradona cuando era chico era ser grande y ganar un Mundial; la mayor aspiración de Messi cuando era chico era ser Maradona.

Y lo logró: en una época, lo logró tanto que se camufló de Maradona, fue su Pierre Ménard, ese escritor que quería reescribir el Quijote palabra por palabra. Messi hizo el gol a los ingleses -contra el Getafe-, el gol de la mano de Dios -contra quién sabe- y tantos más, maradonianos. Lo había logrado, y entonces descubrió que eso nunca sería suficiente.

Está incómodo. Pierde las pelotas -las primeras pelotas- y la catástrofe se cierne: hoy, definitivamente, la Argentina puede quedarse sin su último héroe. Tristes las tierras que... El silencio amenaza.

Debe haber sido un sacudón. Por fin, después de años de creerse Maradona, Messi empezó a creerse Messi. Es la etapa que atravesó este año; quizá lo hayan visto, en el final de temporada, jugar como si fuera Messi del mito, Messi de la Play: quizá lo vieron lanzarse contra los contrarios vertical, tan decidido, como si todos fueran a apartarse ante el solo poder de su presencia. No siempre lo hacen -lo curioso, en realidad, es que a veces lo hagan- y su juego se resiente: pierde pelotas, pierde goles, paga caro su orgullo. Yo supongo que es sólo una etapa, un avance en su carrera zen: si ya superó la etapa de creerse Maradona, no tendrá problemas en superar la de creerse Messi y entonces sí va a ser glorioso: sin creerse, sólo creando, puede llegar a ser un jugador de fútbol como nunca se ha visto, uno tan grande que ni siquiera necesite nombre: el Jugador de Fútbol antiguamente conocido como Messi.

Sólo que, para eso, tiene que resolver sus problemas con la patria.

El partido se va encauzando poco a poco. El muchacho sigue perdiendo algunas, pero ha pasado otras, punzantes, decisivas. Todos esperan su gol; él hace pases. Los locutores lo han repetido hasta el aburrimiento: Messi lleva 15 partidos oficiales con la selección sin hacer un solo gol, dos años oficiales sin un gol, 1410 minutos sin un gol: un signo de los tiempos, la matemática como argumento decisivo. Pero ahora no trata de hacer goles; hace pases. El muchacho no canta el himno, no hace goles: el muchacho se emperra, dice yo soy yo, no canto, no goleo: soy el que soy y hago lo que hago. El muchacho despierta el fervor de las tribunas, el brío de los televidentes, el suspiro de alivio de un país que estuvo a punto de quedarse huérfano.

El muchacho sabe que sabe ser un mago en cualquier cancha y que podrá, seguro, serlo con la celeste y blanca. Pero ya está aprendiendo que con eso no alcanza para ser un argentino. No es fácil ser un argentino: la suerte es que no sirve para nada.

Con la cancha no alcanza, entiende -o le explicaron-, y eso explica, supongo, su cambio más morboso: su imagen, poco a poco, se ha ido haciendo otra. En los últimos meses supimos, por ejemplo, que es un módico déspota del vestuario, un tiranito silencioso -"si te castigo tú sabrás por qué"- y que buena parte de la habilidad de Guardiola consistió en aprender a escuchar sus rabietas mudas y a darles la respuesta adecuada: los despidos de Etóo y de Ibrahimovic, sin ir más lejos. Y que los nuevos en el Barsa sólo pueden sentirse aceptados cuando el reyecito empieza a darles pelotas en la cancha. Y que por eso los pequeños jugadores argentinos de selección hacen cola para decir en cada entrevista que Lio es el más grande y que ellos están ahí para dársela redonda -siempre dicen "dársela redonda", simulando que sabrían cómo dársela cilíndrica o piramidal o paralelepípeda, o incluso no dársela.

Pero, sobre todo, empezamos a saber que su carne -y su fama y su dinero- también puede servir para otras cosas: que va saliendo de la Play donde vivía, que se está haciendo hombre. Desde que algunos tabloides porteños dieron a luz las orgías siliconadas de su piso 34 en el Puerto Madero, el pequeño Amadeus está varios pasos más cerca de volverse argentino y, ahora sí, de amenazar a Maradona en su propio terreno. Vemos -en vivo y en directo- la construcción de un mito bobo: es un show imperdible. Vemos cómo se va resquebrajando la imagen de ese muchacho que ahora se llama Lio Messy, cómo se le va cayendo la máscara del chico bueno que nunca rompió un plato, un chico sin dobleces, sin peculiaridades, sin perfumes. Una imagen demasiado buena o demasiado ñoña para ser verdad, una imagen tan aburrida que sólo pudo mantenerla con goles y más goles, una imagen que no le alcanzó para hacerse argentino. Ahora, por fin, se decidió a trabajar en el asunto: tiranuelo, mañoso, putañero, un hombre de la patria. Ya que -mal que nos pese- va a ser nuestro nombre por los próximos 10 ó 20 años, se agradece que intente merecerlo.

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