Arde Baquedano arde



Por Alfredo Jocelyn-Holt, historiador

En 2015, por estas mismas fechas, la estatua del general Baquedano, junto a otras 20 del centro de Santiago, fueron objeto de una intervención artística (“La Resurrección de los Muertos”) en que se las marcó con huinchas adhesivas blancas, siguiendo un diseño tipo cebra inspirado en las pinturas corporales de los selknam, pueblo originario exterminado por genocidio. La idea se le habría ocurrido a Enrique Matthey, quien lideró el proyecto, luego de notar la indiferencia en que habían caído los principales monumentos de la ciudad tornándose invisibles, al igual que las figuras representadas.

Mirado desde hoy, es de no creerlo. La misma estatua de Baquedano se ha vuelto, por el contrario, ubicua. La autoridad se ha visto forzada a tener que removerla temporalmente, de donde lleva instalada 93 años, tras ataques vandálicos reiterados. ¿Es que de un día para otro, puede cambiar el sentir ciudadano, asumir una postura hipercrítica, revisionista, y lo tenido por inviolable por más de un siglo (la reputación del general), estimarse desechable, y su monumento en ofensivo y prescindible?

No es lo único insólito y preocupante en que estamos. Si antes hubo indiferencia, ahora es rabia lo que impera, dificultando no solo nuestra convivencia sino impidiendo que se resuelva el conflicto. Que exista discordia respecto a memorias históricas es comprensible, legítimo incluso, con tal que acordemos los medios a los que hay que recurrir de querer hacer presentes nuestros reparos. Conforme, ya no convence homenajear a Baquedano-se ha dicho que es un genocida (lo cual es más que dudoso)-¿procederá, sin embargo, someterlo a campañas vejatorias implacables en querer desacreditar el monumento y su figura, para luego, ajusticiarlo de manera simbólica incendiándolo? En el fondo, ¿qué tan admisible es esto de andar apuntando o signando para visibilizar e invisibilizar a otros en una comunidad? Si es como de nazis o de bravucones que funan en patota, marcan y luego sacrifican.

Volvamos al montaje de “La Resurrección de los Muertos”. En esta instalación se sostiene que hemos estado homenajeando a oligarcas y hombres de poder elevados a costa de víctimas puestas en la mira, luego liquidadas. Esa sería nuestra historia. Por eso habría que tratarlos de igual manera, denunciarlos, rayarlos, más aún si de su bellaquería nadie se acuerda. Con la salvedad de que sabemos a qué conduce esa operación. A incriminar no siempre con fundamento y tratar al otro como enemigo, es decir, en hacer de la denuncia y cólera un instrumento de poder perverso. Es más, se acusa como a Baquedano, sin posibilidad de defenderse, y estamos viendo en qué acabamos: en no ser capaces de resolver nuestros conflictos, una convivencia hecha trizas, y sin un mínimo de acuerdo de cómo pensarnos históricamente como sociedad.

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