
Chile no firmó la paz, firmó su rendición

Lo que esta semana se celebró como un “acuerdo de paz y entendimiento” no es otra cosa que la capitulación del Estado frente al terrorismo. Un acto de claudicación simbólica, política y territorial, disfrazado de diálogo, multiculturalismo y reparación. La épica de los cobardes.
No hubo justicia. No hubo verdad. Solo un relato oficial escrito con sangre, construido a punta de incendios, emboscadas, asesinatos, amenazas y con la complicidad activa de un Estado que prefirió arrodillarse antes que enfrentar a los violentos. Porque, seamos honestos, este acuerdo no existiría sin los atentados, sin las tierras quemadas, sin los Carabineros emboscados ni los agricultores asesinados. El Estado no llegó aquí por convicción, sino por miedo. Aprendió -como todo matón enseña- que en Chile quien quema, gana.
El resultado es obsceno: más de 4 mil millones de dólares en tierras y privilegios, una institucionalidad paralela diseñada para un grupo étnico, cuotas de poder, escaños reservados, oficinas, presupuestos, y un germen de autogobierno que promete dividir a la nación en territorios con leyes distintas según el origen de sus habitantes. ¿Y las víctimas? Una placa, una terapia, un protocolo simbólico y el olvido. La vida de quienes perdieron todo fue reducida a un gesto vacío de reparación emocional.
Mientras tanto, quienes verdaderamente controlan los territorios no firmaron nada. Siguen armados, siguen amenazando, y siguen dictando las reglas. El lonco Víctor Queipul, por ejemplo, anfitrión del entonces diputado Boric en Temucuicui, ya avisó que rechazará cualquier intento de ingreso, incluso militar. Llaitul celebra desde la cárcel, convencido de que la violencia fue políticamente rentable. Huenchullán lleva más de 1.300 días prófugo, protegido por una comunidad donde el Estado simplemente no entra. Ni este gobierno, ni el anterior.
¿Eso es paz? No. Eso es un Estado ausente, derrotado, humillado. Un país donde se premia la amenaza, se institucionaliza el chantaje y se legisla con la pistola sobre la mesa. Hoy, en Chile, el que grita recibe; el que amenaza gana, y el que mata, negocia. Y el que cumple la ley, hace fila para no ser ignorado.
Nos están acostumbrando a convivir con el miedo. Están convirtiendo el incendio en una forma legítima de negociar, y la violencia en una herramienta de transformación política. Se reparte presupuesto no para imponer el orden, sino para calmar a quienes amagan con destruirlo todo de nuevo. Esa no es paz. Es extorsión.
Y lo más grave es que este precedente será replicado. Porque si alzarse en armas contra la República garantiza reconocimiento, dinero y poder, ¿qué impide que mañana otro grupo, con otras causas, con otros colores, recurra al mismo método? Nada. Absolutamente nada. Hoy fue Temucuicui, mañana podría ser cualquier rincón de Chile donde el Estado haya renunciado a ejercer soberanía.
No hay paz sin justicia. No hay paz sin orden. No hay paz si el Estado le teme más a los violentos que a la derrota. Y eso es exactamente lo que está ocurriendo ante nuestros ojos.
Este acuerdo no es un paso hacia la reconciliación. Es un aviso de rendición. Una tregua escrita con miedo. Un pacto entre la debilidad del poder y la fuerza de la amenaza. Una invitación abierta a repetir el chantaje.
Y Chile, mientras tanto, aprende a vivir de rodillas. Aprendemos a llamarle “paz” a la humillación. A llamar “acuerdo” a la claudicación. Y a aplaudir, mientras otros se arman para imponer su propia verdad.
Por Cristián Valenzuela, abogado
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