Opinión

Chile y el Nobel de Economía: sin innovación no hay futuro que repartir

El Nobel de Economía 2025 fue para Joel Mokyr, Philippe Aghion y Peter Howitt. No premiaron matemáticas elegantes ni modelos abstractos, sino una idea incómoda: las economías crecen cuando se atreven a innovar, competir y aprender. No hay desarrollo duradero sin conocimiento en movimiento.

Chile debería leer entre líneas. Después de dos décadas de estancamiento en productividad y de reformas que prometen redistribuir una riqueza que ya no crece, el país enfrenta una verdad elemental: sin innovación, no hay futuro que repartir. A meses de una nueva elección presidencial, el debate político gira en torno a impuestos, pensiones y gasto social. Pero mientras seguimos perfeccionando hojas de cálculo fiscales, la pregunta fundamental sigue sin respuesta: ¿cómo volver a crecer en una economía que perdió su apetito por el riesgo?

Joel Mokyr, historiador económico de Northwestern, lleva cuatro décadas explicando algo esencial: la Revolución Industrial no fue un accidente inglés, sino una revolución cultural. Europa prosperó cuando dejó de castigar a los curiosos y empezó a premiar a quienes hacían preguntas útiles. El crecimiento moderno surgió cuando las sociedades aprendieron no solo qué funciona, sino por qué funciona. Lo que marcó la diferencia fue construir instituciones que convirtieron el conocimiento en algo acumulativo, verificable y útil para resolver problemas reales.

Chile tiene universidades de calidad, pero opera un sistema que mide más papers que impacto real. Gasta apenas un tercio del promedio Ocde en investigación y desarrollo. Produce profesionales competentes, pero pocos que conecten ciencia con empresa. Las spin-offs son escasas, las patentes aplicables brillan por su ausencia. Tenemos universidades que enseñan, pero no ecosistemas que conviertan conocimiento en progreso económico tangible.

El resultado es predecible: laboratorios académicos desconectados del mercado, empresas sin tracción tecnológica y una clase política que confunde subsidio con estrategia. Mokyr diría que el problema no es falta de talento, sino falta de propósito compartido. Si queremos crecer, debemos migrar del cumplimiento al descubrimiento, del paper al prototipo, del ranking al resultado medible en el mercado.

Los otros dos premiados, Aghion y Howitt, demostraron en los noventa que el progreso no se planifica: se disputa. Su modelo de “crecimiento por destrucción creativa” muestra que las economías avanzan cuando nuevas empresas desplazan a las obsoletas y las ideas mejores reemplazan a las cómodas. Este proceso es incómodo, pero inevitable. Las sociedades que lo permiten prosperan; las que lo resisten, envejecen.

En Chile, esa dinámica se apagó. Múltiples sectores exhiben oligopolios donde dos o tres jugadores operan sin disrupciones reales. La regulación termina funcionando como barrera de entrada que protege a quienes ya están dentro. Los trámites para emprender son laberínticos, los tiempos eternos, y las exigencias regulatorias parecen calibradas para quien ya tiene escala.

Nuestras reglas fueron escritas por y para incumbentes establecidos, no para competencia dinámica y nuevos entrantes. ¿Cuántas empresas chilenas fundadas en los últimos quince años han tumbado líderes en industrias establecidas? La respuesta es casi ninguna. Aghion lo resume con elegancia: las sociedades que temen la competencia terminan temiendo el progreso. Chile construyó instituciones para proteger lo ganado, no para renovarlo. Tenemos mercados que lucen competitivos en el papel pero funcionan como clubes privados.

¿Por qué Chile no está teniendo esta conversación? Porque ajustar impuestos genera titulares inmediatos, mientras que reformar cómo las universidades generan conocimiento o cómo la regulación facilita competencia es complejo, toma años y sus frutos se cosechan más allá del próximo ciclo electoral. Además, hablar de destrucción creativa asusta. Implica reconocer que empresas van a desaparecer, que modelos de negocio van a volverse obsoletos. Es políticamente más cómodo hablar de “apoyar a nuestros campeones nacionales” que explicar por qué necesitamos que esos campeones enfrenten competencia real. Pero Aghion y Howitt demostraron algo crucial: las economías que protegen a los incumbentes no crecen más, crecen menos.

El Nobel ofrece pistas claras, y Chile tiene urgencia por tomarlas en serio. Primero, necesitamos competencia que funcione de verdad. Un sistema de libre mercado no basta si las reglas perpetúan incumbentes. Requiere regulación pro-competencia, reducción real de barreras de entrada y capital de riesgo accesible. La Fiscalía Nacional Económica debe evolucionar de árbitro de fusiones a promotor de ecosistemas dinámicos. Segundo, necesitamos conocimiento que escale, no que decore. Corfo y las universidades deben alinearse en torno a misiones tecnológicas concretas: energía verde, minería inteligente, biotecnología, aplicaciones de IA. Lugares donde ciencia, empresa y Estado trabajen en consorcio, no en paralelo. Los fondos públicos deberían financiar problemas, no proyectos dispersos que se evaporan sin rastro. Tercero, necesitamos cultura del aprendizaje continuo. Las políticas deberían premiar la experimentación rápida y tolerar el error inteligente. La innovación no florece en sociedades que castigan cada intento fallido. Necesitamos marcos regulatorios que aceleren pruebas de concepto, no que las ahoguen en trámites de dos años.

Esto no es un tema para la próxima elección solamente. Es agenda país que trasciende colores políticos. Los candidatos mencionan “innovación” en sus programas, pero casi siempre como anexos decorativos de una visión anclada en administrar mejor lo existente. La pregunta no es cuánto gastar o cobrar. La pregunta es si estamos construyendo instituciones que generen el tipo de conocimiento que Mokyr identifica como motor del progreso, y si estamos permitiendo el tipo de competencia que Aghion y Howitt demuestran como esencial.

El cobre nos ha dado estabilidad durante un siglo. El conocimiento podría devolvernos dinamismo para el próximo. Pero eso exige liderazgo político con visión de largo plazo y una ciudadanía que entienda algo fundamental: crecer no es un lujo, sino la condición para sostener el bienestar. Chile no necesita más planes quinquenales ni subsidios que se evaporan. Necesita recuperar la ambición de aprender más rápido que los demás y de crear valor donde hoy solo extraemos renta. Esa, como diría Mokyr, es la verdadera política del progreso. El resto es administrar el declive con mejor retórica.

*El autor de la columna es parte del ESE Business School, Universidad de los Andes

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