Columna de Ascanio Cavallo: Crisis, ruina y rumba

31 de Mayo de 2016/VALPARAISO Jose Antonio Kast en el Congreso Nacional después que oficio su renuncia a UDI . FOTO:PABLO OVALLE ISASMENDI/AGENCIAUNO


La primera vez que José Antonio Kast apareció en el primer lugar de una encuesta presidencial fue en enero de 2019. Se trataba de “menciones espontáneas” y mostraba, por lo tanto, una intensa dispersión. Pero ahí estaba Kast, pequeño entre los pigmeos, conservador y provocativo, “a la derecha de la UDI”, lo que, según se supo después, significaba más bien estar lejos de Joaquín Lavín.

Kast no condenó a Lavín, pero tampoco lo iba a salvar. Retrospectivamente visto, parece que se proponía detener la retorsión interminable de Lavín hacia el centro, que ya semejaba un “naranjazo” sin Naranjo, o una rendición de la derecha sin previa evidencia de que estuviese perdida. Si alguna vez la tuvo, Kast había perdido la fe en Lavín. (No se puede desestimar el hecho de que el formador de Lavín no fue Jaime Guzmán, sino Miguel Kast, la otra gran inspiración originaria de la UDI; José Antonio podría sentirse investido con la tutela de su hermano mayor). Y ya no creía tampoco en la perpetua licuación de la derecha. A su modo de ver, alguna vez tenía que coagular.

Se presentó como competidor de Piñera en el 2017, pero sólo como quien dice que había algo allá afuera, que no podía ser que la derecha continuase perennemente atada a un candidato que consideraba, considera y considerará filo DC. Cuatro años después, esa intuición parece visionaria, pero sólo es una apariencia: lo que ha cambiado es que en los últimos dos años el número de intentos por derribar a Piñera bate cualquier marca desde la restauración democrática, y quizás en ese sentido autocumple la profecía de que un filo DC carece de la energía, la convicción y el talante de un auténtico gobernante de derecha.

Kast debió creer, como la derecha de los 60, la que se leyó el opúsculo Frei, el Kerensky chileno, de Fabio Vidigal Xavier da Silveira, que la DC era el paso previo del socialismo y éste, del comunismo. La concatenación Aylwin-Frei-Lagos-Bachelet debió ser una continuación de la que fue Frei-Allende en aquellos años, sólo que más larga y más prudente.

En los días finales de 2018, Gabriel Boric había aparecido con una polera que celebraba el asesinato de Jaime Guzmán, el Tribunal Constitucional estaba bajo ataque a patadas y los diputados Miguel Crispi y Carmen Hertz habían presentado un proyecto para sancionar el “negacionismo”. En otras palabras, parecía haberse desatado una oleada ultraizquierdista cuyo horizonte electoral más cercano estaba demasiado lejos, en las municipales previstas para octubre de 2020. Nadie imaginaba entonces el 18 de octubre del 2019, ni el acuerdo constitucional, ni el Covid-19.

Pero todo esto, que vino bastante después, sólo pudo funcionar como confirmación de la tesis Kast, esto es, que una izquierda imprudente, pasada para la punta, demasiado agresiva, debería ser enfrentada por una derecha desafiante y autoritaria, equivalentemente puntuda, definida por los valores de la propiedad privada y el orden. Es decir, que el movimiento de un polo exigiría el movimiento del otro. Como Vox al Podemos español.

Igual que en España, esa nueva izquierda partió con la convicción ideológica y la estrategia política de que era necesario denunciar y demoler la transición, convertirla en la fuente de las injusticias y del sentimiento de crisis social. Las teorías de la crisis tienen un problema endémico: derivan en teorías de la ruina. De la crisis se sigue que todo ha estado mal y, si es así, todo debe ser demolido para que nazca “algo” nuevo. Nadie explica nunca la forma de ese parto mágico.

Kast ha podido aceptar la teoría de la ruina, pero dándole la vuelta: la transición ha sido un fracaso porque ha abierto la puerta a los demonios del extremismo. De Aylwin a Bachelet sólo hay un camino de decadencia y empobrecimiento, “la amenaza del subdesarrollo”, como dijo en su cierre de campaña. La verdadera crisis es más moral que social y, si es así, todo debe ser demolido para restaurar “algo” valioso. Otro parto mágico.

Aceptar las tesis de la izquierda sobre la transición ha sido el paso más atrevido de Kast, el que lo separa de Vamos por Chile y todas sus antecesoras, mucho más de lo que algunos de sus partidarios alcanzan a percibir. En esa perspectiva, es coherente no desentenderse tanto del pinochetismo, o por lo menos no tanto como algunos coroneles aún vigentes que han renegado más veces que Pedro en sus pesadillas. Esa agudeza lo distingue tanto del antiintelectualismo de Ossandón como del sincretismo de Lavín.

El desempeño de Kast en los debates presidenciales -al que muchos especialistas atribuyen su alza de los últimos tres meses- también es el efecto de una paradoja parecida. En un bosque de candidatos nerviosos, con tonos polémicos viciados por la ira, en un contexto de inquietud e incertidumbre, la tranquilidad de Kast vino a comunicar una especie de solidez doctrinaria, más que la indiferencia del que no tiene nada que perder. Su actuación más débil, la última, se produjo cuando justamente ya tenía algo que perder. Quizás no sea sólo una casualidad.

El desafío de Kast tensa a Chile, no cabe duda. Pero tampoco más de lo que lo tensan otros. Si la de hoy es una elección sin centro, es porque el conjunto de las fuerzas y los dirigentes políticos la han llevado, por acción u omisión, a esta rumba que hace menos de un año era insospechada.

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