Columna de Carlos Meléndez: Antielecciones



La premisa del régimen democrático es que, a través de procesos electorales, los integrantes de una colectividad acuden a las urnas para votar por aquel partido o líder, proyecto o utopía, que represente mejor sus preferencias, sean éstas programáticas o clientelares. Con este supuesto, las elecciones sirven para sumar votos, agregar intereses y sintetizarlos en una opción legitimada por la mayoría.

¿Qué sucede cuando las elecciones son empleadas para votar en contra de, pues no funcionan como instrumento para expresar preferencias políticas, sino para transferir rechazos? ¿De qué hablamos cuando en la papeleta la opción marcada no expresa endoso -tampoco descarte-, sino más bien rabia? ¿Qué sucede cuando las elecciones sirven para restar votos, agregar animadversiones y sintetizarlas en la derrota del mal detestado? ¿Qué ocurre cuando el voto se convierte en un rayado, en un grafiti?

Siguiendo esta interpretación, el receptor del voto no representa preferencias programáticas ni partidarias, de liderazgo ni clientelares. En todo caso, la representación es efímera, pues el vínculo político entre elector y candidato termina, en los hechos, el mismo día de los comicios, cuando al final del conteo de los (anti)votos, el objeto de la animadversión muerde el polvo de la derrota. Así, la votación no produce un mandato, sino una revancha. Ese día, al término de la jornada, sabemos que la autoridad electa no tendrá “luna de miel” porque detrás de su triunfo no hay seguidores, sino detractores de su rival. En ese momento nace la democracia de haters.

Perú es el mejor ejemplo de una democracia de haters, de actores políticos que emplean las reglas de juego de este tipo de régimen (como las elecciones) para impugnar al opositor, antes que para llegar al poder. El equilibro de poderes se trastoca para cerrar al Congreso o destituir al Presidente de turno. Los años de mandato se achican al ritmo de la ansiedad de los derrotados, que no toleran el rol de oposición. La fiscalización propia de la rendición de cuentas se emplea de modo obstruccionista, para impedir al gobierno de (corto) turno cumplir con su encargo. La justicia se politiza, la política se judicializa. Pero lo más preocupante no acontece entre las élites políticas, sino en la opinión pública que ha vuelto rutinaria la antielección.

Las antielecciones incuban identidades negativas específicas (José Antonio Kast tiene más detractores que adherentes). Cuando la oferta política es menos fragmentada, el “anti” puede ser base de una identidad positiva (del antipetismo nació el bolsonarismo en Brasil). Pero cuando cunde la fragmentación, las identidades negativas se superponen en una identidad anti-establishment (como la que predomina en el actual “que se vayan todos” peruano). Las antielecciones dificultan la capacidad del régimen democrático para abonar en la construcción de identidades partidarias positivas. De hecho, desinstitucionalizan la democracia, la convierten en rupturista, perpetúan la desafección y su sentido común -según el cual, “todos los políticos son iguales”-. De esta manera, no se sabe lo que se quiere. Lo que “no se quiere” es insuficiente para sostener una democracia y a la larga, es tan venenoso como una luna miserable.

Por Carlos Meléndez, académico UDP y COES

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