Columna de Carolina Tohá: Tres generaciones

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Para muchos de mi generación que hemos sido parte de la centroizquierda el desenlace de esta elección presidencial huele a derrota. Eso no sería nada porque perder en democracia es normal. Lo malo es que esta derrota tiene el sabor de una histórica, en que no se juegan solamente candidaturas sino versiones de la historia. Y las versiones que representan Kast y Boric sí son derrotas de marca mayor para quienes luchamos desde chicos contra la dictadura y luego participamos en la reconstrucción democrática. En el caso de Kast el problema es obvio: él relativiza las violaciones a los derechos humanos de la era Pinochet no porque las niegue, sino porque las considera un factor más de la evaluación de ese gobierno en lugar de un parteaguas moral, como esperaríamos que fuera obvio a estas alturas. Peor aún, Kast proyecta esa concepción hacia el futuro, encabezando un esfuerzo mayor de articulación ultra conservadora que se engarza en la corriente de nuevas derechas que estamos viendo en el mundo, con acentos autoritarios y nacionalistas. Pero el problema con Kast, por grande que sea, no plantea ningún dilema porque jamás vamos a votar por él y seremos sus opositores si llega a ganar.

El verdadero incordio es con Boric, porque por él sí vamos a votar. Su candidatura se erige sobre un juicio político condenatorio de lo que hicieron los gobiernos de la transición y la centroizquierda que los encabezó. Su interpretación de nuestro pasado reciente ha calificado el periodo como una mera continuación de las políticas de la dictadura y ha minimizado la envergadura de los avances sociales, políticos y económicos que se alcanzaron. Es cierto que ese discurso se ha ido morigerando en el tiempo, pero ya es tarde, pues esas ideas se instalaron en la sociedad.

Ponerse detrás de quien te demolió con su discurso puede parecer una humillación y algunos lo han dudado en calificarlo como una capitulación, pero una mirada más detenida lleva a una conclusión distinta.

La razón más evidente es que, cualquiera que sean las dudas para votar por Boric, su relevancia palidece al lado de las distancias que tenemos con Kast. Con eso bastaría, pero hay más. La verdad es que la denostación que Boric y el Frente Amplio han hecho sobre los gobiernos de la Concertación y la Nueva Mayoría es sólo parcialmente culpa suya. Cuando su crítica comenzó, siendo ellos ultra jóvenes, la respuesta de la centroizquierda no fue levantar la mirada para tener un debate entre generaciones sino meter la cabeza debajo de la arena para sacarla después con actitud amnésica, desentendiéndose de todo lo realizado en política por décadas. El oportunismo de plegarse a la crítica destemplada fue más fuerte que el deber de dar razones de lo obrado y asumir una autocrítica donde correspondiera. Más aún, la tarea de un sector político de la relevancia de la centroizquierda era asumir con naturalidad y madurez que las nuevas generaciones harían cuestionamientos, tendrían preguntas y levantarían desafíos. En lugar de alarmarse y arrancar correspondía conversar, escuchar y discutir. De consecuencia, los juicios altisonantes sobre los famosos 30 años son, por lo bajo, una responsabilidad compartida.

Soy de una generación de centroizquierda que le hizo pocos reproches a sus antecesores políticos pese a que sus metidas de pata dejaron un país harto más herido que el legado por los gobiernos de los 30 años. No lo hicimos porque no podíamos, estábamos demasiado afanados en resistir la represión dictatorial y en pelear por cosas tan básicas como poder elegir a nuestros dirigentes, defender a nuestros compañeros y recuperar la democracia. Eso no nos impidió reflexionar sobre los errores que habían cometido, y desarrollar una práctica política obsesionada con no repetirlos. Por eso nos hicimos tan cuidadosos de la democracia, tan preocupados de construir unidad y mayorías, tan atentos a gobernar para mejorar la vida de las personas, no para dar testimonio de nuestros gustos ideológicos. La generación de Gabriel Boric no tuvo que vivir esos rigores, enhorabuena. Pudo criticarnos sin miedo, pudo equivocarse y desarrollar sus propias obsesiones porque las nuestras ya no parecían necesarias. Es un hecho que al inicio de su vertiginosa carrera tomaron posturas criticables, como la animadversión a los acuerdos, la demora en rechazar la violencia, la confianza excesiva en las capacidades del Estado, el coqueteo con el chavismo o el aval a las prácticas de la cancelación. Visto con distancia, sus caídas juveniles no son nada al lado de las que cometió la generación que nos antecedió a nosotros. Algunos de los dirigentes más conspicuos de esa camada fantaseaban con guerrillas urbanas cuando eran treintañeros y admiraban el modelo soviético. Nosotros, los de los 80, no tuvimos la posibilidad de equivocarnos tanto. Fuimos niños buenos, no nos quedó otra. Le vimos la cara al horror antes de nuestro primer pololeo y maduramos prematuramente. Debiéramos alegrarnos de que los jóvenes del Chile democrático puedan darse el lujo de serlo otra vez, especialmente cuando el paso del tiempo muestra que son capaces de aprender aceleradamente, reconocer sus excesos y madurar, como lo ha hecho sin duda Boric y gran parte de sus cercanos.

Si llega a gobernar enfrentará enormes dificultades. Más de una vez se equivocará e incluso nos decepcionará, pero no tengo dudas que su liderazgo seguirá creciendo por la ruta que lo ha hecho, reflexivamente, democráticamente, responsablemente. La inteligencia que ha demostrado y el coraje que ha sacado en momentos clave no sólo calman las dudas, sino que generan entusiasmo. A nosotros, que ganamos tantas veces, nos tocará perder esta vez y que sean ellos los que ganen. Respaldar a Gabriel Boric no debiera ser un voto de mala gana, esperando secretamente que tropiece para solazarse con sus caídas. Si nuestra generación no se dedicó a aportillar a la anterior, menos aún le debiéramos quitar el vuelo a la que viene porque, aunque hemos tenido diferencias, es demasiado lo que tenemos en común. Podemos ir a votar por Boric y apoyarlo sin refunfuñar. Podemos capitular en esta estúpida guerra generacional y reemplazarla por una política con sentido de futuro y, más importante aún, con sentido común.

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