Opinión

Columna de Diana Aurenque: Puentes en “distintos Chiles”

Leonardo Rubilar

Por Diana Aurenque, directora del Departamento de Filosofía Usach

En su cuenta pública, el Presidente Gabriel Boric cumplió con lo que se esperaba: mostrar cómo el oficialismo ajusta su programa de gobierno inicial y/o prioriza entre acciones urgentes, de mediano y largo plazo, comprometiendo para ello recursos y organización. Pero Boric también hizo otra cosa -algo tan o más importante como los contenidos y medidas anunciadas y por tanto tiempo adeudadas - ¿lo notaron?

El discurso debería llamar la atención, al menos, por dos cuestiones: nos encontramos con un Presidente que recalca, insistentemente, que el éxito de su gobierno no depende exclusivamente de su buena o mala gestión, ni de quienes lo acompañan en La Moneda, sino que pende, decisivamente, del colectivo, el pueblo, “nosotros”, la ciudadanía o como se prefiera llamar. Esta insistencia, lejos de querer despojarse de responsabilidad, pareciera ser más bien una corrección necesaria: desacralizar al Presidente, despojarle de esos tonos mesiánicos que despertó su figura inicialmente, y devolverle “madurez al pueblo”; interpelarlo en su protagonismo y rol clave de “ser y constituir el poder”.

Boric, en su discurso, se reconoce y se plantea como autoridad, pero no como poderoso. Porque el poder no está, como piensan ingenuamente quienes lo ven desde lejos, en los hombros de una persona, hombre o mujer, por muy Presidente que se sea: el poder es una fuerza y la fuerza es siempre mayor, si se sostiene entre muchos; el colectivo.

Pero además el discurso tiene otra gran particularidad. La autoridad máxima del Estado reconoce que es gobernante de “distintos Chile”; Chiles que no dialogan, a veces se desprecian entre ellos, no se escuchan, se atrincheran, y que no pueden, ni podrán jamás, tener algo así como “empatía” porque simplemente no se conocen -“empatía”, esa palabra que se usa frecuentemente como respuesta a la mejora moral, es bastante menos mágica de lo que se cree; algo imposible de experimentar donde no hay forma de padecer, sentir, con el otro.

Estos dos ejes estructuran el discurso y demuestran que, en poco tiempo, se va instalando una mirada madura y serena respecto de lo que realmente es el poder; algo en extremo frágil si se localiza en individuos, por muy ídolos, héroes o mártires que sean o quieran volverse.

Boric se asume correctamente: como un Presidente en tierras profundamente divididas, con plena consciencia de que la fractura es honda, y que no se cura con calmantes populistas, no se pega con azotes, ni desaparece al demonizar o idealizar un lado sobre el otro.

Y parece que tampoco intentará borrar las distancias, sino, a lo sumo, acortarlas. El Presidente, hoy más experimentado, con más “política en serio” en el cuerpo, lo sabe: ante la fractura urgen puentes. Su propio discurso los propone, encarga y transita; un relato que reconoce incluso los logros del archienemigo, el exmandatario Piñera.

Al fin se anuncia una “política en serio” -una que deja de estar apresada solo por las urgencias y emergencias del día a día, sino que, sin olvidarlas, busca proyectar una tarea de largo aliento: acercarnos, no anular la diferencia, sino reconocernos.

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