Columna de Elisa Araya: Que ningún profesor ni profesora quede atrás
¿Qué es la escuela hoy? Es posible que todos tengamos alguna respuesta más o menos razonable a esta pregunta.
Si estuviéramos en 1900, varios estarían propiciando la educación para toda la población financiada por el Estado como mecanismo de moralización del pueblo que, por sus costumbres libertinas, ponían en riesgo a la nación. Cierto es que otros pensarían distinto, postularían que el progreso del país está basado en el desarrollo de sus habitantes, y que la educación es la llave maestra para ese avance.
Esta última idea movería las voluntades particularmente a partir de la mitad del siglo XX, con reformas para aumentar los años de escolaridad, construir más escuelas y formar más y mejores profesores. Eso permitió que, al menos, la educación básica se universalizara y fuera cada vez menos común encontrarse con ciudadanos con baja escolaridad.
En el 2000, la escuela debía ser efectiva, estar muy bien administrada, cual gerencia de una empresa con todos sus procesos ordenados, planificados, sistematizados, evaluados y corregidos. La evidencia de dicha efectividad es constatable en los rankings de las escuelas, los puntajes de los estudiantes en las pruebas estandarizadas y los desempeños de sus profesores y profesoras en la evaluación docente, conducente a estímulos monetarios, proyectos financiados, mejores remuneraciones. En esas escuelas, todo está descrito a un nivel de detalles que no habría razón para no tener éxito y, sin embargo, algo pasa que esta lógica fabril no basta.
Por estos días, las escuelas, que hoy todos llaman “colegios”, son espacios difíciles de describir. Más bien se describen y se entienden de manera georreferenciada. No da lo mismo en qué lugar del país se encuentre ubicada. Región, ciudad y barrio definen la “calidad” de lo que ahí ocurre o, por lo menos, lo que cada estudiante puede obtener durante su estadía en ella. Las notas, los puntajes, las giras de estudio, los talleres deportivos y culturales, las redes de amigos, el acceso a libros y computadores, la conectividad, la adquisición de una segunda lengua, participar en el coro, en el grupo de teatro, el de ciencias, y un largo etc., hacen de la escolaridad una experiencia más de la desigualdad social de nuestro país.
Si seguimos pensando que la educación lo cambia todo y que puede transformar las vidas y las sociedades, las escuelas, la formación de profesores, las experiencias escolares deberían ser consideradas prioridad nacional, proyecto país, acuerdo para el desarrollo. Pero, en la práctica, las escuelas y las pedagogías están en crisis y las medidas decisivas no se están tomando.
No resulta sorprendente para un observador neutral el hecho de que la crisis más profunda de nuestro sistema educacional es la que afecta al subsistema pedagógico. Hemos llegado a un punto en el que la crisis es más referida a los procesos de enseñanza que de los procesos de aprendizaje. No es que hoy se aprenda casi todo, sino, más bien, se enseña casi nada.
Puede haber un acierto en criticar al cuerpo profesoral, que no siempre dimensiona sus propias fallas, las que comenzaron ya en una formación inicial que, muchas veces, resulta estar lejana de lo que sucede en las escuelas como para pensar en las soluciones que se requieren. ¿Cuál es el enfoque que debería tener la formación de las y los profesores para la escuela hoy?
Los hay aquellos que lo reducen a una acotada fórmula curricular y didáctica que puede ser incluso evaluada positivamente mediante el concurso de la carrera docente. Otros se centrarán en aspectos de animación sociocultural y herramientas psicosociales cada vez más demandadas en ambientes escolares donde la salud mental de la comunidad se ha visto dañada no solo por la pandemia, sino por estilos de vida cada vez más individualistas, competitivos y deshumanizados. No faltará quien busque la solución definitiva en las neurociencias, la inteligencia artificial y las tecnologías de la información, que ya están creando mundos paralelos o multiverso, donde las simulaciones nos permitirán tener experiencias virtuales como si fueran reales. De hecho, no distinguiremos virtualidad de realidad.
Como sea, nos acercamos a completar el primer cuarto del siglo 21 y la humanidad aún no sale de la pobreza, la proliferación del narcotráfico y el crimen organizado, la guerra, la injusticia, el calentamiento global, la contaminación de los océanos y el desastre climático que podría ser nuestra última estación.
En este escenario, pero en cualquier otro que pretenda mirar el futuro, debe preguntarse ¿para qué queremos las escuelas? Y ¿qué profesores y profesoras necesitamos en ellas?
La necesidad de pensar a fondo y con sentido colectivo y de urgencia la educación que requerimos para que las décadas que vienen sean de mejor vivir para todos y todas, ha sido tantas veces desplazada en nuestro país. Hoy casi no se ve espacio para la innovación, en el sentido que estamos planteando aquí, salvo proyectos aislados, meras experimentaciones que rara vez se consolidan y, mucho menos, se masifican. La percepción del futuro es más bien pesimista. Habrá carestía de verdaderas disposiciones pedagógicas y tendremos más soluciones de mercado con objetivos de corto plazo. Nos faltarán educadores.
¿Nada nuevo bajo el Sol? Pues sí, porque la crítica actual apunta más bien a los fundamentos de la educación y no únicamente a la apertura curricular, la praxis didáctica. La crítica que formulamos al sistema neoliberal que construyó la escuela que tenemos hoy es profunda y categórica: esto no nos sirve como país.
Nuestra crisis pedagógica implica que la enseñanza de la enseñanza es también parte del problema. Pensar la formación docente debe ser una prioridad para el Estado de Chile en los próximos 10 años, pero su acción sobre ello debe ser inmediata y verse reflejada en la inversión que el país haga en la formación de las personas que educarán a niños y jóvenes hoy y mañana.
Mucho tiempo se ha gastado para criticar la política del tipo “que ningún niño quede atrasado” (”no child left behind”), tanto que ni siquiera nos damos cuenta que hoy la preocupación urgente debe ser “que ningún profesor quede atrás”.
Por Elisa Araya Cortez, rectora de la Universidad Metropolitana de Ciencias de la Educación
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