
Columna de Héctor Soto: Cuestión de fe

En dos semanas más estamos todos convocados a un plebiscito de orden constitucional que, de cumplirse las expectativas de la cátedra, debería dar inicio a la elaboración de una nueva Carta Fundamental. Y aunque la disyuntiva entre el Apruebo y el Rechazo habría dejado de ser una piedra que dividirá para siempre las aguas de la política chilena, entre otras cosas porque la derecha correrá en esta ocasión repartida entre ambas opciones, no hay duda de que el resultado será un indicador importante de nuestra confianza en el futuro.
Más que medir qué tan izquierdistas, derechistas, liberales o conservadores somos, lo que el plebiscito realmente establecerá es si en Chile hay más ciudadanos optimistas o pesimistas respecto de lo que viene. Es una cuestión de fe. El partido del optimismo se juega en esta pasada ideas que son poderosas. Es grandiosa la idea de la Constitución como casa común, la de dar por fin con un texto constitucional que sea hijo de la deliberación ciudadana y no de la presión militar, que manchó nuestras tres constituciones anteriores (la del 33, la del 25 y la del 80), y de encontrar una fórmula que, interpretándonos a todos, nos permita vivir en paz. Chile nunca ha tenido nada parecido a eso. La Constitución de Portales fue la del bando ganador en Lircay, la del 25 fue recusada por la izquierda como un instrumento de dominación de la burguesía dominante, y respecto de la del 80 mejor es ni hablar. ¿Podremos ahora ser capaces de conseguir lo que no hemos podido en 200 años? El realismo diría que lograrlo justamente ahora es más difícil que nunca. Estamos tan polarizados como en los peores momentos de nuestra historia, y el apoyo a los mecanismos y prácticas de la vida democrática se ha estado erosionando con especial intensidad en los últimos meses. No fue por casualidad que a fines del año pasado estuvo al borde de ser derribado por una revuelta popular que incendió con fuego extremista el país de norte a sur, que el Presidente se salvó por solo seis votos de ser destituido por la Cámara de Diputados y que, de haber ocurrido aquello, el Congreso habría borrado de una plumada uno de los mandatos populares más contundentes que ha recibido gobernante alguno de nuestra historia reciente.
Ciertamente que el discurso de la casa común y del buenismo democrático es conmovedor. Menos conmovedora es esa concepción mañosa de la democracia que, cuando conviene, antepone a los votos la presión de las barricadas, el vandalismo y la violencia. ¿De qué democracia, entonces, estamos hablando? ¿Acaso suscribirla no implica una renuncia incondicional, en el discurso pero también en los hechos, a la violencia? ¿Y por qué esa condena aquí en Chile, a casi un año del llamado estallido, todavía no es todo lo enfática y sincera que debiera ser? Al final, ¿qué es la democracia? ¿El mejor sistema de convivencia al que podemos aspirar o solo un mecanismo que eventualmente nos puede dar ventajas instrumentales para ganar posiciones, hacernos de la mayoría y, después de eso, acallar a las disidentes con instrumentos como la violencia, las funas o el negacionismo?
El partido del pesimismo, que no es exactamente el del miedo, pone -más que un signo de interrogación- una cuota de escepticismo respecto de la posibilidad de conseguir una institucionalidad significativamente superior a la que tenemos. Después de todo, al país no le ha ido mal con esta Constitución, y si es verdad que requiere reformas, bueno, eso no significa que tengamos que volver a la hoja en blanco.
Es difícil hallar como símbolo, como acto refundacional de nuestra democracia, un acto más soberano, deliberado y potente que darnos una nueva Constitución. El problema es el cómo. Es el gran dilema. Cómo hacerlo atendido que durante más de dos años el sistema político ha tenido al país paralizado, atendido que la clase política hace ya mucho tiempo se divorció de la noción de responsabilidad cívica y que nos consta la existencia de partidos que tienen un pie en la legalidad y otro en las vías de hecho. Cómo hacerlo, además, cuando salta a la vista que Chile ha estado perdiendo a chorros el impulso que lo distinguió como sociedad por décadas en la región. Visto así, es difícil no suscribir la percepción en orden a que los mejores años del país quedaron atrás y que todo lo que viene será más difícil, decepcionante y peor.
El optimismo, sentimiento que al parecer hoy día interpreta a la gran mayoría ciudadana, consiste precisamente en creer que, al margen de las adversidades, lo que venga terminará siendo a la larga mejor.
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