Columna de Hugo Herrera: Payasos constituyentes



Por Hugo Herrera, profesor titular, Facultad de Derecho UDP

El acuerdo del 15 de noviembre era una oportunidad magnífica. Él permitía, a la vez: abrir un cauce a la crisis de octubre de 2019 y saldar una deuda del sistema político con la República, produciendo una Constitución legítima, capaz de operar como símbolo de unidad nacional. Ese era el sentido del acuerdo. Esa, la esperanza.

Incluso elegida la Convención, pese a los resultados que dejaron bajo el tercio a la derecha y la centroderecha (que usualmente captan entre el 40 por ciento y la mitad de los votos), muchos seguimos creyendo en que las capacidades de visión política, de construcción de acuerdos, de aportes ponderados, de estudio, de consideración de las mejores prácticas y experiencias comparadas de los elegidos -al menos los más ilustrados- iban a lograr convertir a la Convención en un lugar de encuentro amplio, fraternal, integrador y competente.

La premisa del acuerdo de noviembre era que el país requería un proceso de encuentro. Se habló incluso de la Convención como lugar de sanación de heridas. A partir de una discusión colaborativa y razonada, se trataba de llegar no a un texto partisano, sino a un marco de principios democráticos y republicanos con los que todos los sectores principales del país pudiesen sentirse identificados. De parir una Carta a la que esos sectores pudieran comprometerle su lealtad, capaz de desatar incluso eso que se ha venido en llamar “patriotismo constitucional”.

Quienes ciframos esas esperanzas, nos equivocamos.

La Convención se convirtió en lugar de despliegue de peculiaridades individuales, de grupos identitarios cerriles, de fanáticos de lado y lado, de ruido, grito, maquinación, gestos que satisfacen solo a quienes los realizan, antes que el contexto de una discusión donde lo que prevaleciera fuesen la responsabilidad por la tarea de brindar conjuntamente salida a una crisis fundamental del país y todos sus sectores políticos. Las tonterías podrían haber quedado en lo curioso. El hecho es que a ellas se sumaron abogados y operadores presuntamente ilustrados, con sus visiones estreñidas, su “cocina” y sus maquinaciones, o sus egos desatados, sus declaraciones rimbombantes y hasta afiches que proclaman vergonzosamente pseudo-épicos perfiles.

Payasos. Hay muchas y buenas excepciones. Pero el tono lo han puesto los payasos, en sus dos frecuencias: ora como disfrazados, cantores intempestivos, votantes de ducha, un fraudulento Rojas Vade; ora como jurisletrados y operadores de visión tan consistente como sectaria. A todo evento, son payasos lamentables. Pues están comprometiendo los destinos de la patria, la oportunidad de realizar la requerida discusión terapéutica y producir esa primera “cosa común” que requiere nuestra República. El lugar desde el cual comenzar una historia compartida. Algo que, en sus egos anecdóticos, inflados, fanáticos, los payasos son probablemente incapaces de sentir.

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