Columna de Joaquín Trujillo: Cuento de la pulpería



Nos contó: “Al atardecer podías salir de tu casa. Las luces del gran almacén se combinaban con las de las estrellas. De lejos se olían distintas fragancias. Las de los jabones baratos y alcoholes desnaturalizados, también los que se beben. A causa de los gauchos del rey Lear, con sus veinte caballos estacionados ante los postes, tenías que abrirte paso entre los charcos de sus orinas, burbujeantes como las cervezas. Bromas, piropos, carcajadas. Los niños convertían el corredor de la pulpería en un gran luche. Y se entraban a patinar sobre esa pista que de tanto lustre quedaba convertida en un espejo carmesí. Durante los inviernos, el aserrín sorbía el quinto elemento que es el barro. El mostrador era el altar más ancho del mundo, en el que aparecían cientos de dones. Los que tenían y a veces los que estaban agotados. Sus estantes se perdían en lo alto. Se subía hasta los productos raros mediante una escalera. Pero se veían frascos lejanos que nadie nunca logró rescatar, descender a la verdad del tacto. Hacia el fondo, las bodegas de la pulpería eran un laberinto de Creta. Tras una de sus puertas, algunas de las cuales daban a los hielos eternos, podía encontrase al derrotado minotauro, colgando de un gancho.

En las épocas de tormenta, cualquiera que entraba por sus puertas era recibido con brebajes y masas calientes, en las que se conservaba el sabor de la ceniza (la misma de los braseros repartidos fuera y dentro). Y se quedaba horas narrando su hazaña, en la que esquivaba rayos que caían de las nubes y zigzagueaban en su contra.

Dentro de un cajón permanecía el cuaderno de las cuentas. Todos los que pedían fiado cargaban ahí su prontuario. Si por fin pagaban, una mano tachaba las cifras haciéndolas desaparecer bajo la tinta.

Pero hubo épocas en que esos cuadernos eran tantos. Los antecedentes se acumulaban y las tachaduras solo ocultaban cifras en los antiguos. Entonces, un silencio tenso se apoderaba de la pulpería ante cualquier compra. Todos querían averiguar si se iba o no a poder pagar. Si no, y se fiaba otra vez, la fiesta de cada tarde podía continuar. Y alguna (no pocas), ocurrió una especie de milagro. Los cuadernos se abrieron tachados por doquier. ¿Qué había ocurrido con todas las deudas del pueblo? ¿Se olvidaban por haber pagado en estado de ebriedad? ¿O acaso alguien más? Quizás el presidente (con su banda cruzada al pecho), el obispo (y sus encajes), ¿el monarca al que destronamos hace tanto tiempo? El pulpero dice que no puede contar. ¿Qué raro? El que pagó las deudas lo hizo a condición de que no se revelase su identidad. ¿Una manda? ¿Tan cara?

Alguien averiguó que era regalo del patrón. Parece que, habiendo recibido la inesperada herencia de una tía rica, apartó una porción para curar a su gente. ¡Un santo solidario nos bendice con un perdonazo general! Nadie vaya a decirle nada, para que no se rompa su sortilegio.

¡Oh tiempos de la pulpería en que éramos hermanos y no ignorábamos nuestros pesares! ¡Dulce mundo de economía misteriosa y de suave esclavitud! ¿Se huele algo así como tu restauración?” Eso nos contó.

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