Columna de Joaquín Trujillo: Donjuanismo político



Ciertamente, existe un tipo de personas que se especializa en decirles a los que les ponen atención lo que se espera que digan. Sin embargo, entre ellas hay un subgrupo. Ese del que se espera que diga no necesariamente lo que quienes lo atienden desean profundamente escuchar, sino, más bien, algo un tanto distinto. Puesto que el otro sabe internamente que no escuchará lo que exactamente desearía, quien se le dirige cumple con decepcionarlo, pero menos de lo que haría falta para suscitar un quiebre. De esta manera, cada uno queda más o menos apaciguado: el que no tuvo que escuchar lo peor que se imaginaba y el que creyó haber sido leal consigo mismo (diciendo lo que debía) y amigable con el otro (al no defraudarlo demasiado). Este modo, que bien pudiera considerarse casi constitutivo de eso que se conoce como buenas maneras y que fue finamente tematizado, por ejemplo, en la galaxia empática de Adam Smith o Jane Austen, suele estirarse más allá de lo justo.

Poco a poco, quienes lo ejercitan, van perdiendo el pudor. Están los que terminan por confundir a los otros y, cómo no, a ellos mismos. Si a eso le sumamos una infinidad de auditorios distintos a los que se busca complacer, a la vez que se autocomplacen, entonces el enredo ya no tiene principio ni fin. Dicen unas cosas acá, otras allá, unas a estos, otras a aquellos, abajo, arriba, a la derecha, a la izquierda, al norte y al sur, poniente y oriente. Acaban por parecerse a esos donjuanes que suman un amante a otro. Se les confunden nombres y teléfonos. Se han soltado las riendas en las relaciones humanas que la vida supone.

Es verdad que la política más que el arte de lo posible o lo imposible, es el de la combinación. Y, por lo tanto, ningún político que caiga en algún exceso de donjuanismo comete un pecado mortal. Otra cosa muy distinta es perder todo control sobre la coherencia que tiene al menos un aire a la verdad.

La historia de Occidente está llena de grandes políticos que supieron decir lo que debían sin provocar estampidas al ritmo de sus palabras. Durante mucho tiempo, los exitosos emperadores romanos fueron eso. Ese mérito es mal imitado por los que provocan tal nivel de confusión que la única explicación que les queda es confesar que eran ellos mismos los más confundidos.

En el teatro español y la ópera de Mozart, el seductor Don Juan es arrastrado al infierno. El que lo logra no es ninguno de sus hiperquinéticos enemigos. Es la estatua de un antiguo prócer. Que al representante de la seducción fraudulenta lo venza una rígida y severa estatua quiere decir algo. A veces quien va más lejos es el que vemos se mueve, menos se adapta, menos seduce, menos cede.

No quiero decir con eso que los caracteres políticos se dividan en estatuas y donjuanes (o que todo Don Juan sea un confundido). Parece que son estos los extremos a los que llega una mala práctica, la cual a menudo acaba con la rigidez malhumorada y antipática triunfando sobre la seductora flexibilidad perturbadora.

Por Joaquín Trujillo, investigador del Centro de Estudios Públicos

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