Columna de María Paz Arzola: Financiamiento público de la educación estatal



Semanas atrás, en entrevista con La Tercera, el rector de la Universidad de la Frontera (UFRO) buscó justificar la necesidad de un financiamiento fiscal preferente para las universidades estatales del país, argumentando que en el caso de aquéllas que perciben menores ingresos debido al poco interés de los postulantes, igual tienen que “parar la olla y ver cómo se pagan sueldos”. Su honestidad deja de manifiesto uno de los problemas de que adolece la educación provista por el Estado, al ser concebida por muchos no como un medio para el progreso de la población, sino como un objetivo en sí mismo. Ello lleva a dar por descontado que los contribuyentes debemos costear las deficiencias en su gestión, sin cuestionarlas por no alcanzar los estándares adecuados de calidad que permitan atraer suficientes alumnos y hacerlas sostenibles.

De acuerdo a lo publicado por la Dipres, se calcula que 65% de los recursos fiscales destinados al financiamiento institucional de la educación superior están reservados exclusivamente para universidades del Estado, no obstante, éstas reciben a apenas el 15% de los estudiantes en dicho nivel educativo. Asimismo, éstas no exhiben una mejor acreditación que el resto de las instituciones del sistema, no tienen más publicaciones científicas, ni reciben más alumnos provenientes de una situación socioeconómica adversa. En suma, no se observa que en la práctica realicen un mayor aporte público que las haga merecedoras de un financiamiento preferente.

Algo similar ocurre en educación escolar, donde también hay sectores que, en lugar de reconocer las falencias en gestión que aquejan a los establecimientos estatales, atribuyen sus peores resultados y la fuga de estudiantes a una supuesta falta de recursos, omitiendo, por ejemplo, la inexcusable sobredotación docente que éstos exhiben. Pero las cifras son elocuentes: entre los años 1993 y 2018, los estudiantes matriculados en establecimientos municipales cayeron en un 33%, mientras que la cantidad de profesores de aula ejerciendo en ellos creció en 25%. De esta forma, en esos 15 años, se registra una caída promedio de 34 alumnos por cada nuevo docente, mientras el sector particular subvencionado exhibió un alza de 9 alumnos por cada nuevo profesor. Lo más fácil es seguir pidiendo fondos de apoyo adicionales a la subvención, pero reconozcámoslo, a ese paso no hay billetera que resista.

Con todo, ante las dificultades económicas por las que atraviesa el país y la urgencia de enfrentar la crisis educativa post pandemia, quizás haya llegado el momento de no pasar por alto afirmaciones como las del rector de la UFRO y, en cambio, cuestionar a quienes dan por descontado que los chilenos tenemos que financiar el funcionamiento de instituciones educativas que no exhiben los méritos suficientes, simplemente porque son estatales y necesitan recursos para “parar la olla”. ¿Será eso lo que queremos?

Por María Paz Arzola, Libertad y Desarrollo

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