Columna de Marisol García: la raza de Beethoven

Beethoven

Si en el campo de la canción popular la llamada cultura de la cancelación lleva al menos un par de años reubicando piezas, cercenando carreras y estrechando cercos de fiscalización moral, noticias recientes confirman que del radar no se escapará la música clásica.



De entre las más inesperados revisionismos en marcha —que ya es decir—, el de la etnicidad de Ludwig van Beethoven resulta particularmente curioso. Memes, textos y grupos online no sólo sostienen que el romántico de Bonn tuvo ascendencia africana, sino que además su piel oscura —falseada por el famoso retrato del pintor Joseph Karl Stieler que hemos llegado a considerar casi como su fotografía— dificultó su vida, trabajo y aspiraciones amorosas en cuanto víctima de discriminación. No es una tesis nueva: se registra que dos históricos líderes afroamericanos también aludieron alguna vez en público al «Beethoven was black» en plena efervescencia por los derechos civiles. Para Stokely Carmichael y Malcolm X, la supuesta palidez del atribulado compositor no era más que la enésima prueba de la manipulación cultural ejercida por la hegemonía blanca.

Que no haya pruebas atendibles sobre el asunto —a los rumores sí alude la biografía del músico por Jan Swafford, pero ni en esas 1456 páginas (en la traducción de Acantilado) se concede una pista que permita fiarse—, para el caso es secundario. En un momento que hoy persigue amplificar las reivindicaciones, lo que toca es bajar el volumen de los datos y análisis comparados, aunque sólo sea para variar. Gusta el canon callado porque está como ausente.

Si en el campo de la canción popular la llamada cultura de la cancelación lleva al menos un par de años reubicando piezas, cercenando carreras y estrechando cercos de fiscalización moral, noticias recientes confirman que del radar no se escapará la música de tradición escrita.

Un prestigiado compositor y director de orquesta, Bright Sheng, debió abandonar esta semana 25 años de cátedra en la U. de Michigan luego de que estudiantes exigieran su despido por mostrar en clases aquella versión para cine de Otelo en la que Laurence Olivier pintó su rostro café oscuro (1965). La idea era aprender sobre las sucesivas adaptaciones de la obra hasta llegar a la ópera, pero lo que sus alumnos vieron fue racismo. Nacido en China, el músico asegura no haber conocido la superada práctica denigratoria del blackface, y que sólo pretendía enseñar cómo el cruce de identidades está en el origen del teatro.

Pero no son tiempos para justificaciones por contexto. Incluso el panteón de grandes compositores clásicos comienza a ser cuestionado en su posible cualidad no ya de cumbre artística bajo la cual ordenamos la tradición musical, sino como la imposición de un cauce europeizante, masculino y colonialista insostenible. Quizás Bach, Chopin y Brahms silenciaran a representantes de minorías de talento comparable, se nos advierte; busquémoslos. Pero hace poco llegó a medios la renuncia de un musicólogo de la U. de Londres que en hastiada carta abierta acusa a la academia actual de ceder al dogmatismo-woke, atemorizarse ante el debate y humillar a los disidentes. «Es francamente enfermo creer que sacar a Beethoven, Wagner y otros del plan de estudios mejorará de algún modo las condiciones económicas, sociales, sexuales, religiosas o raciales de los desventajados», anota allí.

En el incesante desfile de polémicas entre alumbrados y casposos es llamativo que el campo cultural no haya desarticulado ya el malentendido de aplicarle a la dinámica creativa las mismas categorías del libremercado.

Si en el mundo laboral, por ejemplo, el privilegio de un arquetipo de profesional hace posible excluir injustamente a quienes no ostentan ese género, clase o contactos, los subeybaja del arte atienden a condiciones más impredecibles; no siempre ecuánimes, es verdad, pero tampoco unilateralmente excluyentes per se. El apremio que hoy aparece por categorizar a los músicos de acuerdo a condiciones ajenas a sus circunstancias es otra forma de imposición equívoca, demasiado cerca de asociar escucha y culpa como para celebrarla.

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