Columna de Matías Rivas: Biblioteca de emergencia


Desde que empezó la pandemia, el encierro, me dispuse a conseguir libros que me permitieran sacar la mente de la contingencia, que fueran un estímulo o un lugar de reposo. Deseaba encontrar textos, que funcionaran como salvavidas, para los momentos de repliegue interior, de miedo y soledad, donde las sensaciones requieren digerirse. La lectura depende del ánimo de quien se embarca en ella y, a veces, el temple reside en el anhelo de sentirse acompañado.

La fantasía de armar una biblioteca privada, para acogerse en ella, es común. Sobre todo si uno ha encontrado alivio o contención, además de placer, al tener contacto con determinados autores. Quevedo, en su poema Desde la torre, escribe: “Retirado en la paz de estos desiertos, / con pocos, pero doctos libros juntos, / vivo en conversación con los difuntos, / y escucho con mis ojos a los muertos”. El asunto es escoger con quiénes mantener diálogo. La pregunta no es fácil de despejar, solo la historia y experiencia pueden dar indicios. Leer a Montaigne, que decidió recluirse, que conoció la enfermedad y las pestes, es infalible. Sus ensayos no dan respuestas, pero sí entregan altas dosis de escepticismo. Al contar sus elucubraciones despliega una enorme cantidad de citas, muchas de ellas para sustentar lo que piensa y, otras, para contradecirse. Está dispuesto a discurrir sobre cuestiones decisivas y recónditas; por ejemplo, cómo el alma se estorba a sí misma. Digiere la angustia y sus impulsos sin darse importancia. Pone su subjetividad al lado de otras. Lo hace aludiendo a los clásicos, aquellos autores que tocaron todos los temas, como Tácito, Virgilio, Ovidio y Plutarco, sus preferidos latinos. La acción de refugiarse en él es una deriva cultural obvia. Calma, definitivamente. Su yo atenuado por la historia y la experiencia genera una emoción que está descrita. Thomas Bernhard en un relato confiesa: “Nunca he tenido un padre y nunca una madre, pero he tenido siempre a mi Montaigne. Mis progenitores, los que nunca llamaré padre y madre, me rechazaron desde el primer momento, y saqué ya muy pronto consecuencias de ese rechazo, y corrí derecho a los brazos de mi Montaigne, ésa es la verdad”.

Natalia Ginzburg es una mujer a la que leo con especial fidelidad. Alumbra con su inteligencia, y no traiciona sus inquietudes. Su franqueza es contundente, da la impresión de que está inscrita en cada una de sus frases. Cuenta cuando fue candidata a una elección por el Partido Comunista, pese a que consideraba poseer escasas aptitudes para el cargo. Quería hacer algo por los ancianos, una situación existencial espantosa. En las entrevistas le consultan sobre el compromiso de los intelectuales. Consideraba, al respecto, que no están obligados a implicarse en la actualidad. Aunque, sí, debían ser honestos.

En Mujeres y hombres, Ginzburg explica por qué difiere de las ideas feministas de Adrianne Rich. Dice que la toca en lo más hondo la idea de pensar fuera de las líneas trazadas por la tradición. Comprende lo necesario que es cambiar la relación entre el cuerpo y el poder en la sociedad, no obstante, considera difícil en su caso odiar al patriarcado. Su imagen del hombre es la de un sujeto cansado que lee el diario, a quien no detesta en absoluto sino que le tiene cariño. También apunta que solo las mujeres pueden proyectar un futuro menos turbio, oscuro y miserable que el presente. Reconoce que leer a Adrianne Rich le permite observar energía vital, coraje y un concepto de la mujer multiforme, nueva, clara, independiente. Agrega que el hombre no tiene una imagen renovada de sí mismo para enfrentar un futuro, situación que los incomoda y genera confusiones, envidia y rabia. El volumen, Las tareas de la casa y otros ensayos de Natalia Ginzburg, ayuda a mantener la cabeza conectada con una interlocutora que manifiesta sus dificultades para convivir con la contingencia. No pierde el temple adusto; su prosa va al hueso, enfoca con rigor los temas que la convocan. Al igual que Montaigne, su espectro incluye matices y, sobre todo, a los que difieren de sus principios los incluye, son parte de su entorno, jamás desprecia.

En marzo vi en YouTube una entrevista a C.G. Jung del año 1952. Quedé impresionado por la forma de revelar sus conceptos e intuiciones. Le pregunta un tipo torpe y él responde con elegancia, exactitud y un carácter paciente, didáctico. Volví a sus memorias Recuerdos, sueños y pensamientos. El capítulo sobre la construcción de una casa, que concibió como una extensión de su inconsciente, es fascinante. Paso por sus páginas sin pretensiones, unos párrafos pueden ser suficientes para dilucidar un ángulo de la conciencia. Probablemente el estudio de Freud, El malestar en la cultura, es el más esencial en plano práctico, pues a diario vemos las pulsiones desatadas, la muerte, la temeridad y la inconsistencia moral. Sin embargo, las explicaciones de Jung al comportamiento humano son heterodoxas, literarias y, a la hora del recuento de su vida, especula acerca de lo que no sabemos, de la zona incógnita de la que venimos como especie y a la que vamos ineludiblemente.

Reconozco que me interno en La novela luminosa de Mario Levrero en busca de amistad. En plan de oír a un personaje entrañable relatarme sus insomnios y dramas cotidianos, que van del campo sentimental a los computadores, del porno a la comida, y la dependencia de las mujeres. Levrero tiene la habilidad de mostrarnos a un tipo ególatra e inseguro que es capaz de encantar por su moral amplia y enigmática, su falta de juicios tajantes. El protagonista de La novela luminosa puede vivir en la incerteza, la melancolía y la miseria sin sufrir ni consternarse. Disfruta de la “capacidad de negativa” de la que hablaba el poeta John Keats: “goza de luz y de la sombra; vive en lo que le place ya sea recto o vil, alto o bajo, rico o pobre, humilde o elevado. Encuentra tanto deleite en concebir un Yago como un Imogen. Lo que choca al filósofo virtuoso encanta al camaleón poeta. El sabor del lado oscuro de las cosas no ofende su gusto más que el brillante pues ambos acaban en especulación”.

Hay libros que contienen multitudes de voces. El volumen, Versiones y diversiones, reúne el trabajo de Octavio Paz como traductor. Vertió al español a autores de diversos idiomas, con tal habilidad que uno puede disfrutar de la gracia inherente a la variedad de estilos. Su índice tiene una amplitud que va desde la poesía china hasta la sueca, pasando por John Donne, Fernando Pessoa y Elizabeth Bishop. El contacto directo con la belleza y la ambigüedad del lenguaje –desprovisto de la retórica y cargado de connotaciones– obliga a sentir su peso y valor.

Se me quedan afuera algunos libros de esta biblioteca de emergencia. Sería un exceso comentarlos. La necesidad de tener una es privada. Al menos a mí, me ha servido para neutralizar la abundancia de opiniones y aplacar la agitación ante lo siniestro.

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