Columna de Matías Rivas: Buñuel

Catherine Deneuve en Belle de jour.


En una de estas noches gélidas vi la película Él dirigida por Luis Buñuel. No fue casual, pues volví a leer sus memorias, Mi último suspiro, las que visito a menudo para sintonizar con su ironía y sentido de la libertad. Fue una lectura clave en mi juventud, su visión del arte me quitó una serie de pesos inútiles. Muestra una cultura que se nutre de autores como el Marqués de Sade y Baudelaire, que cambia su eje católico por una inclinación centrada en los instintos. Regreso a sus páginas con ganas de ser sacudido por su sofisticada insolencia y el alcance de sus intuiciones. Alivia el desprecio de Buñuel por la fatuidad y las culpas heredadas.

Él es una obra en la que dice reconocer su temperamento. Es del año 1953, la protagonizan los actores Arturo de Córdova y Delia Garcés, quienes interpretan a una pareja corrompida por las obsesiones y el masoquismo. Es el retrato de un paranoico, un tipo que piensa que los otros conspiran contra él, incluyendo a su esposa. El personaje central se retuerce por los tormentos que ella le desata. Sospecha de todos, salvo de su mayordomo.

Hay un vínculo evidente con la cinta El infierno de Claude Chabrol. El personaje atormentado que interpreta François Cluzet tiene una idea de lo femenino y del orgullo semejante a los que exhibe en Él su figura principal: un hombre de gustos sofisticados y encantador, que se ve asolado por los demonios internos. Ambos son sujetos con éxito, no obstante, inseguros y maniacos. Pierden el control cuando son invadidos por la desconfianza.

Intuyo que las pasiones reveladas por Buñuel entrañan una ferocidad subversiva para la cultura actual. Consumen a los que las sienten, alteran sus ánimos hasta transformar sus caracteres y generar sufrimiento. El amor ligado a los celos es un tema clásico, basta recordar las tragedias griegas o las novelas de Proust. Sin embargo, el relato contemporáneo de este impulso es diferente. Quizá se han convertido en una falta de respeto imposible de erradicar.

En una sección de su libro, Buñuel habla del amor, que en su caso está cruzado por una visión aprendida del surrealismo, espíritu que jamás abandonó: “Amar nos parecía indispensable para la vida, para toda acción, para todo pensamiento, para toda búsqueda”. Confiesa su fascinación por las enfermedades como el fetichismo, el cual en Él es la emoción que desata la trama: los pies de una joven en una ceremonia religiosa trastornan a un sujeto piadoso. Hacen que su vida se revuelva, que tienda una trampa para seducirla y quitársela a otro. Pero el desasosiego no lo suelta, no sabe gozar, solo quiere poseer. Incluso se podría sostener que lo más surrealista de este film es su concepto del amor absoluto, que modifica a quien lo siente hasta convertirlo en un devoto de su arrebatos, en un loco. No sin pesar, declaró que la lujuria no lo abandonó, ni siquiera en la vejez: “Apenas tenía un momento de descanso, apenas me sentaba, por ejemplo, en un compartimento de un tren, cuando me envolvían innumerables imágenes eróticas. Imposible resistirse a este deseo, dominarlo, olvidarlo. No podía sino ceder a él. Después de lo cual volvía a experimentarlo, todavía con más fuerza”.

La primera vez que supe de Buñuel fue por mi padre, me llevó a ver Belle de jour al Centro Cultural Chileno-Francés. Era a mediados de los años ochenta, no pudimos entrar a la sala. Estaba tan llena que pusieron un televisor en un lugar aledaño, donde la vimos un grupo de pie en una pequeña pantalla. La curiosidad me traspasaba, nunca olvidé a Catherine Deneuve haciendo de Séverine. En este carácter se mezcla el trauma con el placer por la sumisión: la señora anhela también ser una puta. Era un adolescente y la revelación que supuso esa experiencia fue radical, me destapó los sesos.

A Buñuel le interesaban las mujeres descarriadas, torcidas y mutiladas. No lo escondía en su cine ni en sus declaraciones. En su filmografía son el centro gravitacional que altera al entorno con encantos irresistibles. En Simon del desierto aparece el diablo convertido en una ninfa impetuosa, tentadora, tan degenerada que en una escena sale con barba.

Era un ateo temerario, es decir, un creyente resentido con Dios. Los ritos de la iglesia, sus santos, lo prohibido y las tentaciones definen su estética y moral. Filma con dedicación lo sagrado y conoce su historia en detalle. La secuencia de Viridiana en la que unos mendigos se dan un banquete ha sido considerada una parodia a la última cena de la Biblia. En la misma línea, Él podría definirse como las aventuras de un piadoso transgresor. Cuentan que Jacques Lacan obligaba a sus alumnos a revisar esta versión cinematográfica de las patologías sentimentales. Es una versión compleja y fina de lo que acontece a un perturbado, su evolución y delirio.

Simpatizo con el anarquismo de Buñuel, con su falta de énfasis para referirse a las tragedias. Su idea poética del cine tiene vasos comunicantes con el trabajo de Raúl Ruiz y la literatura de José Donoso. Quería filmar El lugar sin límites, pero no llegó a concretar el proyecto. En sus ficciones se confunde la realidad con lo sobrenatural, y la desesperación convive con la belleza. Su talento es el de un animal sofisticado y feroz, incapaz de estar quieto ante la inminencia de lo siniestro. Admiro su fuerza para fundir el arte y la perversión sin mediar discurso, mantiene el flujo del inconsciente en imágenes y deja que el humor haga estragos.

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