Columna de Natalia González: Calidad de las políticas públicas



Se discute en el Congreso la creación de una Agencia de Calidad de las Políticas Públicas. La idea de legislar es positiva y vale la pena empujarla. Sin embargo, si nos vamos a embarcar en este debate, no es para repetir una realidad que deja mucho que desear.

La Comisión Nacional de Evaluación y Productividad, que hace un trabajo encomiable, emitió cerca de 500 recomendaciones entre 2015 y 2020, de las cuales 32% han sido, en mayor o menor medida, acogidas; un 26% por definir, y un 42% que no se han cumplido. Por su parte, la Dipres evalúa programas, muchos de los cuales persistentemente obtienen malos resultados y siguen funcionando, derivando en cajas pagadoras de favores políticos.

La actividad de evaluar debe tener un propósito para que el quehacer público no pierda el foco: el uso razonado y eficiente de recursos escasos (que siempre tienen un uso alternativo), brindar servicios de calidad, y fomentar el progreso socioeconómico. Y en ese eje, esencial a un proyecto de esta naturaleza, la iniciativa del Ejecutivo se queda en las intenciones. Su timidez (o insuficiencia) nos deja al borde de la cornisa, a punto de caer en un terreno lampedusiano: cambiar las cosas para que todo siga igual, o incluso peor, al haber creado por ley una agencia autónoma, con elevado estándar técnico y dotada de profesionales calificados, que simplemente no generará impacto.

El objetivo es buscar un antídoto para este statu quo, no perpetuarlo. Para ello es imprescindible elevar los costos de ignorar los informes de la agencia. Es su insuficiente influencia lo que la hace fútil. Si queremos que su quehacer permita liberar recursos escasos hacia un mejor uso y vigorizar el emprendimiento y la capacidad innovadora de las personas, esa influencia debe crecer.

Entre otras, debieran incluirse hitos públicos, notorios y periódicos, para que su trabajo genere mayor valor, como sucede con la presentación del Ipom del Banco Central ante el Congreso. En un hito así, la agencia debiera tener la atribución de solicitar pública y formalmente el cierre de programas mal evaluados, debiendo incluir ejemplos concretos de alternativas a las cuales destinar esos recursos mal usados. También debiera requerir la derogación o cambios sustantivos en aquellas regulaciones cuyos costos han superado los beneficios. La regla, por defecto, debiera ser la adopción de las recomendaciones, recayendo en las autoridades competentes la carga de la prueba de pronunciarse fundada y públicamente cuando las desatienda. Por su parte, en el marco de las evaluaciones ex ante, y en aras de la simplificación regulatoria, se echa de menos un requerimiento explícito a los reguladores de evaluar la posibilidad de no hacer nada o de explorar alternativas regulatorias diversas a la intervención de carácter vinculante.

La tramitación en el Congreso es una oportunidad. Los parlamentarios tienen la pelota en su cancha. Veremos cómo la juegan, si al servicio de las personas o del statu quo.

Por Natalia González, Faro UDD

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