Columna de Óscar Contardo: Ahora sí que sí

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Me han dicho que en política es muy mal visto admitir los propios errores cometidos en el pasado o dar cuenta de equivocaciones. Que eso abre una puerta que no se cierra más y que lo mejor es hablar siempre del futuro; me han dicho que esa es la manera en que se construyen las candidaturas, como quien dibuja sobre una pizarra que desearíamos que estuviera limpia, aunque en los hechos más que un lienzo en blanco se trata de un palimpsesto, uno de esos grabados medievales que se hacían sobre otros más antiguos: el más nuevo borroneado el anterior. En esta receta para construir candidaturas, me informan, el rol de la historia reciente sólo se cita en casos de éxitos, porque los fracasos deben permanecer disminuidos en su volumen hasta el punto de parecer irrelevantes comparados con las promesas del futuro: ahora sí que vamos a hacer lo que antes nunca hicimos; ahora sí que vamos a escuchar a los que no quisimos atender. Ahora sí que sí.

Comprendí, mientras me explicaban, que bajo esa perspectiva cualquier crítica o el mero hecho de pedirle a una candidatura rendir cuentas de lo que sucedió en un gobierno del que esa candidatura formó parte será visto como un gesto agresivo y no como el escepticismo alimentado por los datos de la realidad. Entendí entonces que, bajo esa lógica, la mejor respuesta o explicación es no dar ninguna en absoluto y procurar que los intentos realizados para enfrentar los acontecimientos de las viejas parrandas queden sepultados bajo el entusiasmo de los incondicionales, muchos de los cuales participaron ya del poder desde un puesto de gobierno al que seguramente buscarán retornar si la candidatura prospera, aunque lo harán bajo el talante del recién llegado y no del veterano consciente de sus limitaciones. La construcción de una candidatura entonces queda condicionada a decir lo menos, sugerir lo más y hacerse responsable de nada; sin duda, una receta curiosa dadas las condiciones actuales de irritación social provocada, en gran medida, por el espec-táculo constante de impunidad y el despliegue de una cultura en donde nadie jamás se hace responsable de sus propios desatinos. Todo el que tenga el poder suficiente para evitar hacerse cargo de sus declaraciones, decisiones y conductas, zafará en tanto pertenezca a la trenza adecuada. Aquí los ministros no renuncian por sus malos desempeños, ellos dan pasos al costado y son aplaudidos en el trance como si un mal trabajo fuera una gesta. Enseguida concederán entrevistas con tintes de mártir, anunciando candidaturas con el entusiasmo del santo. Aquí la desconfianza de la población por la clase política es producto del mágico embrujo del populismo y no la consecuencia de prácticas de corrupción o de la colonización de los intereses privados en los despachos partidistas.

Las candidaturas, por lo tanto, no deben enfrentar ese hastío de instalar la cultura de la rendición de cuentas con el ejemplo. Basta con hacer lo de siempre, eso que funcionaba tan bien hasta que la cuerda se estiró tanto, que se acabó rompiendo. Pero para qué recordar los desagradables acontecimientos de octubre de 2019.

La memoria contra el olvido fue uno de los ejes de los primeros años de la transición a la democracia: hubo que dejar sentado que los horrores vividos sí sucedieron para que nadie pudiera negarlos. Era un mínimo consuelo frente a la escurridiza justicia. Eso fue el Informe Rettig, cuya presentación cumplió 30 años. Recordé esa época cuando vi la imagen de una profesora protestando solitaria sobre la vereda en Plaza Baquedano: la mujer había escuchado a un ministro tratar a los profesores de flojos y su manera de responderle fue escribiendo una pancarta que mostró en la calle para que la leyera quien quisiera hacerlo: “¿Floja yo?”, decía. El Estado le contestó con un disparo directo a su cara. El balín le fracturó los huesos que protegen el ojo izquierdo, provocándole un daño que podría dejarla sin visión. Otro incidente más se sumaba a una lista que no ha dejado de crecer, pero cuyo registro no tiene un lugar en la construcción de las candidaturas ideales, en cuyas recetas no hay espacio para la autocrítica ni lugar para la memoria.

Me han dicho que en la política hay que ser realista, como si enumerar los hechos en voz alta perteneciera a una dimensión inconducente, porque significa darle ventaja a un adversario que jamás haría lo mismo. Una vez más el corto plazo, la lógica del operador de poca monta noventero. Lo que yo deduzco entonces es que más que una plataforma de ideas, una candidatura es la puesta en escena de una obra costumbrista liviana y digestiva, una representación en donde los inconvenientes de las crisis no existen. El problema con esa idea de candidatura es que se le ofrece a un público que ya se hartó de que lo obliguen a asistir a una obra de teatro montada para ocultar lo que sucede tras bambalinas, el lugar en donde se toman las decisiones de las que luego nadie se hace cargo.

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