
Columna de Óscar Contardo: Daños colaterales

El daño está hecho y se esparce a la velocidad del contagio. Ha muerto gente; seguirán muriendo personas durante todo el invierno y quienes se enfermen y sobrevivan habrán pasado por un sufrimiento de fiebre y asfixia sólo para volver a una realidad de pobreza y conflicto. El daño está hecho y en gran medida pudo haber sido evitado en su profundidad y acotado en su extensión, pero quienes estaban a cargo de tomar decisiones no lo hicieron. Aquí podría agregar una ironía a la altura de las muchas que hemos escuchado durante estos meses de boca de Jaime Mañalich, el ministro de Salud, y de los defensores de una gestión que en plena crisis se planteó como un batallón de campaña en territorio enemigo, alerta a desestimar cualquier crítica, llamar obstruccionismo a los argumentos de los expertos y clamar por una “unidad” que no era otra cosa que obediencia a sus opiniones elaboradas con información incompleta o con una mirada sesgada de un escenario que describían como si se tratara de una guerra entre una entidad invisible con voluntad propia y ellos. El resto, quienes no se enrolaban en esa parodia bélica y sólo buscaban sobrevivir de la mejor forma a la plaga, quedaba en medio, al descampado, entre la plaga y la pantomima gubernamental que añadió un elemento más de angustia al descalabro con su tono indolente, confuso y contradictorio, respondiendo con desdén a las preguntas acuciantes, ninguneando a profesionales e investigadores que presentaban dudas razonables y desdeñando la desesperación de los alcaldes que pedían un cambio en la manera en que el ministro enfrentaba la pandemia. A estas alturas, hasta las ironías sobran, porque comentar en términos sarcásticos, dejarse llevar por la provocación, tentarse con un giro en la dirección de la fanfarronería y la bravata cobran una consistencia vacía y amarga cuando lo que está ocurriendo afuera es una tragedia tras otra, estallando en las vidas de miles de familias, socavando sus economías precarias y aniquilando parientes, amigos y vecinos.
Todo lo dicho por las autoridades ha quedado registrado, publicado y grabado. Las declaraciones, los anuncios, los debates y las entrevistas. En los archivos están cada una de las aseveraciones que resultaron estar equivocadas o ser derechamente falsas. Un día hablaban de meseta, de carné de inmunidad, luego de una nueva normalidad y a la semana siguiente de la apertura inminente de los centros comerciales. Nunca hubo certeza de que los contagios hubieran sido controlados, tampoco de que la mayoría de los infectados desarrollara inmunidad. ¿Cómo es que habríamos llegado a un punto de estabilidad? ¿De qué serviría entonces el frustrado documento que certificara inmunidad? ¿Por qué volver a clases? Ahora resulta que tampoco hay claridad sobre el número de muertos. Nadie se hace cargo de tanto desamparo.
“Todos los ejercicios epidemiológicos, las fórmulas de proyección con las que yo mismo me seduje en enero, se han derrumbado como castillo de naipes”, dijo Mañalich esta semana, cuando era inevitable enfrentar la curva en ascenso de contagios. Tres palabras claves para una oración demoledora: “Yo”, “seducción”, “derrumbe”. Una sintaxis en donde las víctimas no tienen lugar, tampoco el sufrimiento ajeno ni el que provocará en el mediano y largo plazo la epidemia en un país en crisis. Una reflexión sobre una distracción íntima. Horas después, quien ha sido ministro de Salud durante dos períodos presidenciales, confesaba que no conocía el nivel de pobreza y hacinamiento en el que vivía gran parte, sino la mayoría, de los santiaguinos, algo que no tomó en cuenta a la hora de tomar decisiones sanitarias. Lo dijo en televisión con un gesto condolido, como quien confiesa algo delicado, casi secreto, que ocurre más allá de los límites de las comunas del nororiente de la capital, el auditorio exclusivo al que parece dirigirse, sin explicar cómo es que se planifica una política para enfrentar la pandemia si se desconocen las condiciones de vida de la población a la que eventualmente afectará.
Las autoridades de este gobierno han hecho de su indolencia sobre la forma de vida de la mayor parte de la ciudadanía una especie de sello de identidad, un latiguillo con el que azotan a la opinión pública de cuando en cuando, sin medir consecuencias. Para ellos siempre es como si nada hubiera sucedido, como si de sus palabras no brotara un desprecio violento disfrazado de ingenuidad. Naturalmente, el ministro no se detuvo a ofrecer disculpas ni asumir el error de sus declaraciones, sólo sugirió que había sido malinterpretado y, lo más importante, que cuenta con todo el apoyo del Presidente. Parece ser que eso es lo único realmente valioso para él. El resto sólo somos un daño colateral o, parafraseándolo, un castillo de naipes que se derrumba sin más valor que un inconveniente en su rutina.
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