
Columna de Óscar Contardo: El bien común

Desde hace ya casi medio siglo el ámbito de lo público en Chile ha sido sinónimo de un sitio cercano al despeñadero, en donde se arriman los que no tienen más remedio que hacerlo, el borde de un sistema que segmenta y troza según ingresos, dejando lo público como el lugar de los desamparados, los incapaces de encumbrarse y huir de un área de la que hay que escapar apenas se pueda. El mensaje ha sido tan claro y tan sostenido, que acabó transformándose en una roca de sentido común que da sombra a algunos, mientras aplasta a otros. El uso del transporte público, de la educación pública y la salud pública para la mayoría no es fruto es una elección propiamente tal, sino la consecuencia de no poder pagar algo mejor, un fracaso individual que se mastica en silencio, con un poco de resignación y otro poco de vergüenza. Así es como lo público rara vez es un espacio de encuentro entre ciudadanos distintos, sino más bien una sala de espera a la que acuden los menos afortunados.
En 2013, Ciper publicó un informe titulado “Cómo se ha desmantelado la salud pública”. Era la síntesis de un estudio del cientista político Matías Goyeneche y la médica Danae Sinclaire que detallaba, entre otras cosas, la manera en que los recursos públicos destinados a sanidad iban a parar a manos de prestadores privados. Una sangría de millones que fluía a caudales cada vez mayores. La cifra de traspasos de dinero público al sector privado de salud en 2013, el año en que se difundió ese estudio, alcanzaba los 1.187 millones de dólares. El informe enumeraba los mecanismos que permitían que esto sucediera: desde el pago de camas en clínicas a tarifas muchísimo más caras que las permitidas a hospitales, hasta el sistema de concesiones. Goyeneche y Sinclaire describían cómo el Estado mismo se había encargado de asfixiar al sistema público de salud, dando argumentos para continuar el proceso de desmantelamiento: cada vez menos recursos significan cada vez mayor deuda y precariedad, lo que termina perjudicando la atención, y si la atención es mala, entonces no hay razón para darles más dinero a los hospitales, porque significa que el sistema público es ineficiente. Un círculo que se justifica a sí mismo en la lógica de la focalización.
Recordé ese estudio cuando leí el informe de la Contraloría sobre las irregularidades detectadas en la puesta en marcha del programa Hospital Digital, impulsado por el actual gobierno. Para este programa el Ministerio de Salud compró 22.055 licencias de un software, pagando más de tres mil millones de pesos por ellas, aun cuando sólo se ocupan 50 licencias de ese total. Además, se pagaron otros 18 millones por una plataforma que permanece suspendida. Los resultados de la auditoría se conocieron la misma semana que una familia de Ovalle rifaba su casa para costear el tratamiento de cáncer de su hijo. El Ministerio de Salud paga irregularmente carretillas de dinero público a negocios privados, mientras hay quienes deben vender lo poco que tienen para superar una enfermedad. Algo cruje en esa forma de gestionar salud.
En 2008, un informe de la Ocde sostenía que la proporción de trabajadores de sanidad en Chile era muy inferior a la media de los países Ocde, sin embargo, los índices de esperanza de vida, mortalidad infantil y tasas de inmunización eran comparables al promedio de los países socios de esa organización. El estudio concluía que el sistema sanitario local conseguía resultados relativamente buenos usando muchos menores recursos. Lograr eso no es exactamente un fruto de la casualidad.
Por un lado, las listas de espera de años para intervenciones y exámenes, la falta de especialistas, la escasez de camas en las zonas más pobres y las mil pellejerías que sufren administrativos, técnicos y profesionales de un sector en crisis crónica. Por el otro, un grupo de trabajadores de todas las áreas, como el del Hospital San Borja, que en medio de un incendio logró evacuar a cientos de pacientes -desde recién nacidos hasta ancianos-, sobreponiéndose al agobio de la epidemia y superando el pánico de las circunstancias.
El inicio del proceso de vacunación refrendó la capacidad que mantiene un sistema que desde la dictadura ha sufrido décadas de desguace, sobreviviendo a políticas orientadas a su jibarización y desprestigio. Los hombres y mujeres a cargo de la vacunación de millones de chilenos y chilenas a lo largo del país no solo iniciaron un camino de esperanza hacia el fin de la pandemia, también están protagonizando un proceso insólito en nuestra historia reciente: un retorno momentáneo a la importancia de lo público como un lugar de encuentro entre ciudadanos de distinto origen, pero iguales en derechos y en dignidad. Un espacio para que todos ganen, algo que no se compra ni se vende, porque no tiene precio.
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