Columna de Óscar Contardo: La tormenta en medio de la tempestad



Habrá que esperar la perspectiva que da el paso del tiempo para apreciar el modo en que los argumentos y discursos en torno a la Convención Constitucional fueron instalando un ánimo sobre el texto definitivo, sobre su significado y alcance. Habitamos una época dominada por el ruido y saturada por la multiplicidad de estímulos ofrecidos en un menú especialmente diseñado para cada quien por algoritmos que seducen nuestra atención con carnadas efectivas que mordemos sin pensarlo: dosis altas en estímulos emocionales y muy pobres en información y contexto. Frases punzantes, declaraciones como golosinas envenenadas y una crisis de los medios de comunicación en la que se cruzan el cambio tecnológico, el desplome económico y unos índices de confianza de la audiencia bajísimos. En la televisión abierta, el medio por el que hasta hace una década se informaba la mayoría de las personas, el periodismo ha quedado reducido a programas de debate con paneles desbalanceados que responden a una lógica añeja, binominal, en donde todos los temas resbalan en una superficie quebradiza de falsedades que no se desmienten y polémicas importadas de las redes sociales. Entrevistadores que se escuchan más a sí mismos que a sus entrevistados, cuestionarios que parecen reflexiones interesadas sobre premisas y prejuicios del propio periodista en lugar de preguntas elaboradas sobre la base de información real. Lo que importa es hablar mucho y de corrido, más que la voluntad de orientar a una opinión pública sin tiempo para buscar sus propias fuentes. En esta época el periodismo ha quedado atrapado en un péndulo anémico que se mece entre una fábrica de frases cortas para titular polémicas y un registro de datos sin vida que se desvanecen en informes carentes de relato, desangrados de historia. Un ecosistema devastado.

El fulgor de las mentiras queda, los chequeos que vienen tras ellas, pasan.

El entorno no ayuda a despejar la industrialización de las falsedades a conveniencia repetidas con aplomo. En parte por la saturación de lo que ahora se llaman “contenidos”, fragmentos que fluyen por las pantallas de teléfonos -desde videos editados para TikTok hasta memes difundidos en Twitter- y en parte por la velocidad de circulación que sostienen. Nada parece estar hecho para fijar nuestra concentración por más de un par de minutos. En este ambiente los temas de interés escurren sin jerarquías ni orden en una secuencia infinita dominada por la burla y la indignación sucesiva que provocan. Nuestra percepción del paso del tiempo, además, ha estado alterada por una pandemia que nos atrapó en un día de la marmota que no termina, pero que nos consume. Esas son las condiciones ripiosas en las que el proceso constitucional se ha desarrollado. Otros tantos obstáculos han surgido gracias a la impericia, irresponsabilidad y torpeza de algunos de sus miembros, que han hecho de sus causas un álbum esperpéntico de frivolidades. Muchos otros estorbos han sido dispuestos por quienes jamás estuvieron a favor de que la Convención Constituyente existiera.

Cuando en el futuro alguien escriba la historia del proceso en curso podrá establecer la manera en que las críticas al trabajo de la Convención cambiaban según el momento, constatando que los argumentos para atacarla podían invertirse como un guante, que, según la circunstancia o la coyuntura, podía ser usado al derecho o al revés. Por ejemplo, quienes en un inicio demandaban un texto constitucional simple y breve, ilustrando su aspiración con la referencia al texto de Estados Unidos, hacia el final de la redacción del texto exigían todo tipo de precisiones, alertando que las posibilidades más descabelladas podían ocurrir si no se especificaba en detalle el alcance de cada frase. Lo que se juzgaba como ideal hacía un año, con el paso de los meses se convirtió en amenazante. Un mes los dos tercios de quórum eran fundamentales para asegurar estabilidad, al siguiente representan un candado que daña la democracia.

Los mismos dirigentes políticos que hace tres años consideraban que la Constitución no tenía relevancia alguna para la vida de las personas, y que, por lo tanto, no era necesario reformarla, hoy recurren con insistencia a la metáfora de la “casa de todos” para referirse a ella, enfatizando la necesidad de que el ser hogar debe diseñado por expertos certificados en privado, y no por un grupo de personas elegidas después de un plebiscito. Esto último, para ellos, es similar a una dictadura. Aunque entre los constituyentes elegidos hubiera más de 50 abogados y abogadas, varios de ellos constitucionalistas, y todos estuvieran, a su vez, asesorados por un contingente de expertos, eso no se comparaba al ideal del petit comité más acorde con sus anhelos. El texto borrador pasó de ser muy largo, a ser demasiado corto; de no contener derechos que sí contenía, como el de propiedad, a tenerlos contemplados, pero sin la lista de bienes bien especificadas; de quejarse por el uso de expresiones poco frecuentes -como pueblos preexistentes- a quejarse por reemplazar ese concepto por otro de uso común como lo es pueblos indígenas. Repentinamente garantizar el derecho a reunión en una propiedad privada era visto como el primer paso para promover la ocupación de casas ajenas.

Más que un ánimo de construcción, lo que ha quedado demostrado es la voluntad de crear una tormenta en medio de una tempestad y más que aportar una mirada crítica discrepante y franca, lo que se ha sembrado es confusión gratuita, dañina y mal intencionada.

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