Columna de Óscar Contardo: Renglones torcidos



Corría octubre de 2018 y el gobierno del momento iniciaba una astuta estrategia comunicacional que consistía en encabezar las celebraciones de los 30 años del triunfo del No en el plebiscito de 1988. Hasta ese minuto la gestión del segundo mandato del Presidente Sebastián Piñera no había dado los frutos de crecimiento económico prometidos durante la campaña. Las cifras eran magras, muy distintas a las anunciadas. Fue entonces cuando la derecha decidió recoger una bandera abandonada por una izquierda desdibujada y abúlica que no lograba convocar a las nuevas generaciones ni conectar con las antiguas. Frente a ese mar de desgano, el gobierno de Piñera y sus aliados vio una oportunidad y supo aprovecharla: celebró una gesta épica ajena como propia, amparado en la lógica de que el 5 de octubre era una fecha que conmemoraba la recuperación de la democracia y que, por lo tanto, les pertenecía a todos los sectores. Ese razonamiento acudía a lo que uno definiría como una convivencia cívica ejemplar. Era verdadero que el Presidente Piñera había respaldado en su momento la opción No, pero él es una excepción en su sector, por lo que resultaba desconcertante ver celebrando el aniversario de la campaña que sacó del poder a Pinochet a quienes defendieron de manera apasionada la posibilidad de que su régimen se extendiera por otros ocho años más. La campaña del Sí, además, marcó la pauta de lo que serían en adelante el tono de las campañas presidenciales de la derecha durante los 90: sembrar el temor con imágenes de desabastecimiento y caos, o exhibir videos con jinetes de la muerte envueltos en banderas soviéticas. La misma pauta fue usada en contra de la candidatura de Patricio Aylwin, de Eduardo Frei Ruiz-Tagle, pero, por sobre todo, durante la campaña presidencial de Ricardo Lagos, quien para mayor espanto era militante socialista. De salir elegido, volvería la UP, sugerían sus detractores, para quienes las colas son una especie de señal demoníaca. Lagos ganó en una estrecha segunda vuelta. La historia pudo haber sido otra si no fuera por el trabajo de quienes sumaron apoyos con persistencia anónima. No era fácil lograrlo, ya existía en esos años el desencanto por la política y por el rol de la Concertación.

La cooptación del 5 de octubre como símbolo por parte de la derecha fue extendiéndose tras el estallido hasta alcanzar los 30 años de transición. Este segundo movimiento apareció como respuesta al eslogan callejero que explicaba la ola de protestas y revueltas de 2019 como una reacción a las tres décadas de una democracia que no estaba atendiendo las demandas populares que se acumulaban. La crítica fue considerada como si se tratara de una insolencia por buena parte de la élite política concertacionista, y como otra oportunidad de ganancia por los políticos conservadores que comenzaron a ver virtudes dignas de aplauso en la gestión de presidentes a los que antes habían desprestigiado sin tregua en época de campaña. Ahora resultaba que cada uno de los gobiernos a los que la derecha les había hecho una dura oposición, negándoles reformas o desdentándoles leyes con vocación social, eran, para distinguidos dirigentes conservadores, parte de un tesoro compartido que el país debía valorar como se hace con un trofeo, es decir, sin posibilidad de ser examinado en sus sombras. Hacerlo significaba automáticamente hacerse merecedor de calificativos como “izquierdista radical” o extremista. Lo responsable era acatar y permanecer en estado de satisfacción.

El mismo sector que le negó hasta el hartazgo al Presidente Aylwin una reforma tributaria que facilitara avances sociales para mejorar las condiciones de vida de los cinco millones de pobres que la dictadura había dejado como colofón de su revolución económica, ahora lo consideraba como un líder propio, desentendiéndose de las dificultades que le ofrecieron en su momento para lograr un país un poco menos injusto. Las mismas personas que durante campañas consecutivas habían sembrado todo tipo de terrores, desprestigiando candidaturas, ahora confesaban haberlas valorado desde el primer día.

La operación de reapropiación de símbolos y reinterpretación de la historia ha cobrado la fuerza de una marea espesa después del plebiscito del 4 de septiembre pasado. Todo los hechos han sido puestos bajo la luz del nuevo relato: desde los más recientes, hasta los alcances de la transición democrática. Los impulsos por hacer reformas han sido frenados. La derecha ha impuesto su narrativa con habilidad y contundencia comunicacional.

El gran proceso de cooptación iniciado en 2018 ha alcanzado esta semana un nuevo hito con el apoyo del expresidente Ricardo Lagos a Jaime Ravinet, el candidato de Evópoli al Consejo Constituyente. Lagos indica que lo respalda porque fue su ministro, pero también lo fue de Piñera, y Ravinet busca un lugar en el consejo para defender las ideas de un partido conservador reticente a reemplazar el texto escrito en dictadura. Finalmente, se trata de escribir una Constitución, no de una recomendación de trabajo ni de un gesto de buenas maneras con un excolaborador.

Que la historia la escriben los ganadores es un hecho que en la actualidad local cobra las dimensiones de un templo. No cualquier templo. En este caso, se trata de uno sostenido sobre los hombros anónimos de los hombres y mujeres que le dieron la victoria a la opción No en 1988, y que han defendido y votado por candidatos que prometieron impulsar ideas de justicia y de igualdad. Muchos de esos candidatos triunfaron gracias a esos votos, pero con la perspectiva del tiempo algunos de ellos solo parecen haberlos usado para escalar hacia el pórtico que separa a quienes creen en la democracia y participan de ella como simples ciudadanos que buscan una mejor vida en común, de quienes la usan para alcanzar el poder que les asegure un lugar en la historia, pavonearse de sus propios logros y gozar del aplauso y la fanfarria permanentes de quienes no tienen más preocupaciones que asfixiar cualquier esperanza de cambio.

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