Columna de Pablo Allard: Ciudad del miedo
A partir de la crisis de seguridad que vive el país, me preguntaron: ¿Cómo impacta en la configuración de las ciudades? De inmediato me vino a la memoria el concepto “ciudad del miedo” acuñado premonitoriamente por el urbanista marxista Mike Davis en 1990, a partir de la situación de segregación socioespacial, barrios capturados por narcobandas y violencia policial en la ciudad de Los Ángeles, California, que derivó en los disturbios de 1992 (la historia tiende a repetirse).
La respuesta depende de las distintas ciudades que tenemos dentro de nuestra ciudad. Desde el estallido de octubre de 2019, con la masificación de los turbazos y saqueos, el paisaje de nuestros principales centros urbanos cambió radicalmente: las vitrinas fueron reemplazadas por planchas o cortinas metálicas, la proliferación de rayados, grafitis y vandalización de espacios públicos y monumentos, sumado a la pérdida de actividad comercial y explosión del comercio informal durante la pandemia, han perpetuado un paisaje de abandono, espacios blindados e inseguridad permanente. Más allá de esfuerzos aislados como la pintura de fachadas en la Alameda, recuperación de Lastarria, o el barrio chino de Meiggs, en ciudades como La Serena, totalmente grafiteada, o un Valparaíso que agoniza, la situación es casi irrecuperable.
En tiendas y malls, el atuendo de guardias de traje y corbata ha sido reemplazado por equipos de comando con casco, rodilleras, coderas, pasamontañas, e incluso chalecos antibalas, dado el aumento de capacidad de fuego de bandas dispuestas a entrar disparando a plena luz del día.
En los sectores de más altos ingresos se ha incrementado la autosegregación con barrios cada vez más cerrados, acceso controlado con RUT, cercos eléctricos, seguridad privada y, lo peor de todo, los primeros servicios de blindaje de vehículos de alta gama. Cuando comiencen los secuestros extorsivos, el próximo paso serán los servicios de guardaespaldas, como los guaruras en México, que ya no solo protegen a autoridades, empresarios o celebridades, sino a personas de clase media.
En barrios periféricos, la situación es aún peor. En Puente Alto, delincuentes se aparecieron con armas de fuego en un velorio, asesinaron a un joven de 17 años e hirieron a sus dos hermanos de 13 y 11 años; luego persiguieron la ambulancia y amenzaron a funcionarios de un Cesfam para que no estabilizaran a los menores. Esta lucha por el territorio por grupos antisistémicos y narcos que coparon los vacíos dejados por el Estado ha convertido el espacio público en un campo de batalla.
Es clave aumentar la dotación policial y su poder de fuego, pero ninguna de estas medidas resuelve el problema de fondo, solo mitiga los eventuales daños. Mucho se ha hablado de la recuperación de la paz con infraestructura social, como lo hizo Medellín con centros comunitarios y de servicios en el corazón de los barrios más complejos, acompañados de estaciones de la policía. En otras palabras, la ciudad del miedo se combate con la zanahoria y el garrote en conjunto.
Por Pablo Allard, decano Fac. de Arquitectura, U. del Desarrollo