Columna de Pedro Villarino: Salvar la más alta de las poesías



Pareciera haber consenso sobre la gravedad de la situación que enfrenta el sistema educativo chileno. Los diagnósticos ya están, el daño ya está hecho, las brechas ya se profundizaron y el tiempo perdido ya no se recuperará. Aun así, pareciera que el país (y el gobierno en particular) no sopesa la magnitud del daño.

A estas alturas, ya es posible no solo encontrar mediciones que cuantifican la gravedad de la situación (BID, Unicef, Unesco, OCDE, IDRC, por mencionar algunos), sino también políticas de rescate que a nivel comparado se han impulsado para hacerle frente: programas locales y comunitarios para impulsar la reinserción escolar; aumento de presupuestos gubernamentales para apoyar a los docentes y a las comunidades educativas; elaboración de planes estratégicos y recomendaciones desde las mismas organizaciones internacionales con las que abordar de manera integral este problema, entre otras.

En pocas palabras, las soluciones están. Y si bien la pandemia no afectó a todos los países por igual en esta materia, muchos ya muestran avances en el levantamiento y aplicación de medidas concretas que buscan canalizar esta crisis. ¿Por qué no es el caso de Chile, en circunstancias en que fue uno de los países del mundo que más tiempo mantuvo sus escuelas cerradas?

Lamentablemente, el debate en torno a la educación en Chile se ha sobrecargado ideológicamente, y no es de esperar, a la luz de la evidencia, que algunos sectores estén dispuestos a despolitizar la discusión. Resulta difícil desprenderse de este componente si es que la lógica imperante al impulsar reformas educacionales se centra en lo político, dimensión que opera sobre una muy corta perspectiva temporal (Elmore, 2013).

Para florecer, le educación requiere de una mirada de largo plazo, una planificación que trascienda los márgenes propios del gobierno de turno y la prescindencia de posturas político-partidistas. Hasta que no se salga de esta lógica, difícilmente se podrá abordar esta crisis de manera correcta.

¿Qué se requiere en la práctica? Que el gobierno manifieste voluntad política propiciando los espacios (y los recursos) para que trabajen de manera mancomunada todos los actores relevantes en la materia. Esto debe ir acompañado de un cambio de paradigma, con una fuerte perspectiva local, precisamente por la diversidad de proyectos educativos y las diferentes realidades que se viven en las distintas comunas del país (sería una manera óptima para desarrollar mapeos de deserción e inasistencias).

Al mismo tiempo, focalizarse en aquellas instituciones escolares (liceos, escuelas, jardines) que sí han hecho una buena gestión (no presentan problemas de convivencia ni de violencia, donde los alumnos asisten a clases, etc.) y aprender de ellas. Para esto, el trabajo de las fundaciones, organizaciones de la sociedad civil y de los municipios, en conjunto con universidades y centros de pensamiento, es clave. No hay que inventar la rueda en esto, las prácticas pedagógicas efectivas para la recuperación de aprendizajes ya están.

Y, ante todo, involucrar a los padres y situar las necesidades de los niños en el centro, anteponiendo su bienestar y desarrollo formativo. Hacerlos conscientes de que al final del día, son sus proyectos vitales los que están en juego. No dejemos morir la educación, “la más alta de las poesías”, como la llamó Gabriela Mistral. No dejemos morir el alma de nuestro país.

Por Pedro Villarino, investigador de Faro UDD

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