Columna de Valentina Verbal: La política como fuerza de choque



Por Valentina Verbal, colaboradora asociada de Horizontal

Luego de la Parada Militar del 19 de septiembre pasado, el Presidente Gabriel Boric señaló que dicho evento había representado “la subordinación de los militares a la sociedad civil (sic)”. Unos pocos días antes, el 15 de septiembre, el Presidente se negó a recibir las cartas credenciales del embajador de Israel debido a la muerte de un joven palestino en dicho país. Y más recientemente, con ocasión de su visita a los Estados Unidos, llamó a la potencia del norte a reflexionar sobre su negativo rol en la mejora de la democracia en el mundo.

Los tres hechos anteriores -que, además, se dieron en un periodo muy corto de tiempo- reflejarían, se ha dicho, una tendencia del Presidente a dejarse llevar por una suerte de “pasión juvenil” que lo alejaría de su calidad de jefe de Estado, ya que más bien estaría actuando como un dirigente estudiantil. Sin embargo, y más allá de que esta consideración pueda ser cierta, son pocos los analistas que reparan en la concepción de la democracia que tiene el Presidente o, en términos más generales, el Frente Amplio, la coalición política a la cual él pertenece.

Pues bien, una de las características principales del Frente Amplio es la adhesión a la llamada “democracia radical”, que supondría -al decir de Chantal Mouffe, una de sus principales teóricas- una superación de la democracia liberal. Y para hacerlo, sostiene Mouffe, es necesario “retornar” a la política entendida, en clave schmittiana, como una “relación amigo-enemigo”. En otras palabras, la democracia radical se basa fundamentalmente en la consideración de la política como conflicto más que como concordia.

Dice Mouffe en su libro El retorno de lo político: “El objetivo de una política democrática no reside en eliminar las pasiones ni en relegarlas a la esfera privada, sino en movilizarlas y ponerlas en escena de acuerdo con los dispositivos agonísticos que favorecen el respeto del pluralismo”. Y agrega que el pluralismo no supone -como así lo haría el liberalismo- una valoración de la diversidad, sino más bien la creación agonística de un “nosotros” que se opone a un “ellos”.

De ahí que las identidades particulares (indígenas, mujeres, ecologistas, etc.) han de entenderse como arietes en la confrontación de los dispositivos de la democracia liberal, como la igualdad ante la ley y la preeminencia de los partidos políticos. Estos dispositivos apuntarían al universalismo y a la formación de consensos entre las fuerzas políticas mayoritarias. En cambio, la “revolución democrática” -el tránsito desde la democracia liberal a la democracia radical- permitiría volver a la política entendida como conflicto.

Lo anterior, por otra parte, permite entender que los ideólogos principales del Frente Amplio tiendan a mirar la democracia como un juego de suma cero, aunque eso signifique la estrechísima victoria de 51 % de los votos en contra del 49 % restante. Por lo mismo, esta visión entiende la Constitución como una carta de triunfo de un sector ideológico en contra de otro; y la idea de una “casa de todos” no sería más que una artimaña del adversario para, casi por secretaría, triunfar en contra del proyecto propio.

Pero es importante poner sobre la mesa el hecho de que la visión de la democracia como conflicto, o como un juego de suma cero, no se encuentra solo presente en la extrema izquierda, representada por el Frente Amplio, sino también en la extrema derecha, representada por el Partido Republicano. Aunque los dirigentes de este partido no validen la violencia política, como efectivamente lo han hecho sus pares del Frente Amplio, sí tienden a mirar la política como una relación amigo-enemigo. Por ejemplo, la constante referencia a los adversarios políticos, incluyendo a la derecha de Chile Vamos, como “enemigos de Occidente” o como “aliados del globalismo” da cuenta de una visión eminentemente agonística de la política, alimentada a veces, además, por teorías conspirativas.

Lo mismo puede decirse por su crítica a las negociaciones en materia constitucional. Para esa derecha, la formación de un centro político, en el que colaboren tanto la centroderecha como la centroizquierda, ambas partidarias de la democracia liberal, no sería sino una expresión de “entreguismo”. La “derecha cobarde”, por el hecho de tender puentes con Amarillos por Chile, no estaría haciendo otra cosa que traicionando los principios de una supuesta “derecha verdadera”. Todo esto expresa, al decir de Giovanni Sartori, una visión de la política como “fuerza de choque”.

Frente a todo lo anterior, lo que deberían la centroderecha y la centroizquierda, que quieren que Chile retorne a la senda de la democracia liberal, es apuntar al aislamiento de los extremos de ambos lados del espectro político. La centroderecha debe alejarse lo más posible del Partido Republicano y evitar apoyarlo en lo sucesivo. Y aunque hoy no resulta plausible aislar al Frente Amplio, puesto que es gobierno, la centroizquierda -especialmente aquella que votó a favor del Rechazo en el plebiscito del 4 de septiembre pasado- debe evitar, en el futuro, hacer alianzas con el Frente Amplio y, obviamente, con el Partido Comunista. Como tantos (buenos) teóricos de la democracia han destacado, un antídoto clave en contra de la fragilidad de las democracias es el aislamiento de las fuerzas políticas antidemocráticas. Y ya es hora de tomar conciencia de la necesidad imperiosa de hacerlo.

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