Opinión

Constitución y realidad

CNTV

Por Cristóbal Aguilera, profesor de Derecho Universidad Finis Terrae

Si acaso existe algún consenso en la Convención, éste gira en torno a la idea de que la futura Constitución debe tener carácter de norma. Esto quiere decir que vincula y se impone ante las fuerzas estatales y políticas fluctuantes. No tendrían sentido los esfuerzos, sacrificios y riesgos que Chile entero ha asumido si la Constitución, cuya propuesta ahora se redacta, no fuese concebida principalmente como una constitución jurídica.

Sobre esta base, se le pueden asignar a la Constitución diversos propósitos. En un extremo, ella puede cumplir la función de ser una mera —aunque fundamental— garantía de libertades y derechos, una piedra de tope frente al despliegue del poder de los órganos estatales a los cuales se les atribuyen competencias limitadas. En el otro, la Constitución puede orientar, no solo la acción estatal, sino la sociedad en general hacia la realización de un proyecto colectivo. De este modo, la Constitución no funciona como freno, sino que funciona como acelerador hacia una dirección específica. El problema de esta última manera de comprender el rol de la Constitución —que va más allá de contemplar derechos sociales, incluso judicialmente exigibles— es fácil de advertir: el riesgo de que en la concreción de ese programa o proyecto constitucionalmente estipulado se atropelle la vida social y su natural espontaneidad es sumamente alto.

Concebir la Constitución como norma no significa reducir la vida social a pura normatividad. La Constitución no es independiente de la realidad, sino que debe estar —y en los hechos lo está— vinculada a ella de modo recíproco. Pero ese vínculo no consiste en que la Constitución piense a la sociedad como el objeto que debe ser moldeado a través de sus disposiciones en busca de la realización de un proyecto previamente dibujado. Una Constitución programática, a la cual se le asigna, por ejemplo, el rol de superar las injusticias sociales, únicamente puede sortear el riesgo y tentación de la pura normatividad si considera como aspecto central de dicho programa canalizar (no suplantar) la aspiraciones, inquietudes y deseos ciudadanos.

El problema es que nos encontramos ante una Convención que no logra superar la adolescente inclinación —al comienzo comprensible— de querer ser y parecer soberana. Y esta inclinación soberanista puede advertirse muy especialmente en el propósito de la mayoría de los convencionales de grabar en piedra la imagen de la sociedad que ellos piensan y desean, seguros de que es la única realmente convocante, liberadora y pluralista. La Constitución, de este modo, es concebida como la herramienta ideal para la realización de esa imagen, que vincula y compromete tanto a la sociedad actual como a la futura.

Las constituciones políticas —decía Humboldt— no pueden injertarse en los hombres como se injertan los árboles. En nada cambia el hecho de que el que lo intente se autoconciba como Poder Constituyente Originario. Pasar máquina desde un escaño de la Convención tal vez deja en paz la conciencia de los convencionales que pretenden petrificar en un papel la imagen social que ellos consideran aquí y ahora e imponerla forzosamente a futuro. La Constitución, sin embargo, está destinada a regir una realidad que se despliega y actualiza constantemente. Olvidar este dato, es olvidar que las sociedades pueden fácilmente quebrarse y estallar. La norma constitucional debe constituir y racionalizar el poder, pero no la vida social. Por más que se intente pensar a la sociedad desde un laboratorio, ella es relación y coordinación libre.

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