Opinión

¿Continuidad o cambio?

El Presidente Boric, en su último 18 de septiembre en La Moneda, intentó vestir de épica su despedida. Habló de la gesta de la independencia, de los gigantes sobre cuyos hombros caminamos, de la continuidad y del cambio como si fueran parte de una danza virtuosa de la historia. Palabras solemnes, frases cuidadas, un llamado a la unidad nacional. Todo muy correcto, todo muy republicano. El problema es que no calza con su propio legado. Porque si algo define a este gobierno es la imposibilidad de cumplir lo prometido, no por falta de condiciones, sino por falta de capacidad.

La ironía es brutal: quien llegó prometiendo “superar los 30 años” termina aferrado a lo poco que dejaron esos 30 años, y hasta agradecido. Quien aseguraba refundar el país terminó administrando la inercia con torpeza. Continuidad, sí, pero de los problemas; cambio, también, pero del entusiasmo ciudadano que se convirtió en decepción.

En ese espejo se mira Jeannette Jara. Es la heredera de un progresismo que alguna vez habló de transformar Chile, pero que hoy se dedica a explicar por qué nada se puede hacer, por qué todo debe esperar, por qué hay que conformarse con lo que hay. Promete futuro, pero encarna la más triste continuidad: la de aquellos que se aferran al poder a cualquier costo, aunque el país se desgaste en la espera de soluciones que nunca llegan. Su oferta es la del cambio que no cambia, la de la épica con fecha de vencimiento, la del eterno “mañana”.

En la oposición también abundan los guardianes de la continuidad. Los de la política tradicional que saben administrar, pero que no se atreven a sacudir el tablero. Su promesa es simple: más de lo mismo, pero con menos errores. Es la administración prolija del modelo que los chilenos hace rato sienten agotado, a través de una fusión curiosa de laguistas, bacheletistas y piñeristas. El continuismo de quienes creen que basta con ajustar algunos tornillos para que el motor de los 30 años vuelva a andar. Una propuesta que mira más al pasado que al futuro: continuidad con maquillaje, ajustes para mantener el mismo modelo que hace rato perdió vitalidad.

El problema es que mientras unos prometen refundar y terminan administrando la inercia, y otros prometen estabilidad pero sin mover demasiado el tablero, Chile se queda atrapado en un falso dilema. Una izquierda que se agotó en su propia retórica y una centroderecha que administra bien, pero que no se atreve a romper con las causas profundas de la decadencia. Dos caminos que, aunque diferentes en estilo, conducen al mismo destino: la frustración.

Cuando Boric habla de orgullo nacional, de haber recorrido Chile y de estar esperanzado en el futuro, la pregunta es inevitable: ¿Orgulloso de qué? ¿De la inseguridad desatada? ¿De las listas de espera que se dispararon? ¿Del crecimiento económico raquítico? ¿De los miles de inmigrantes ilegales que busa regularizar? Su “esperanza” es tan real como sus promesas: pura retórica.

La continuidad que Chile necesita no es la de este gobierno ni la que promete Jara. Tampoco basta con la continuidad elegante que ofrecen algunos en la oposición, por más ordenada que suene. Lo que vale la pena preservar es lo bueno: la estabilidad institucional, la cultura del esfuerzo, el mérito. Pero todo lo demás debe cambiar, y cambiar en serio: la inseguridad, la burocracia, la corrupción política, la incapacidad del Estado para cumplir sus funciones más básicas.

El Presidente se despide invocando la unidad. Pero nadie olvida que su gobierno se sostuvo sobre la división, el enfrentamiento y la polarización. Habla de comunidad, pero gobernó desde la trinchera. Habla de gigantes, pero será recordado por la pequeñez de quien creyó que podía refundar el país a punta de consignas.

Hoy la verdadera disyuntiva no es continuidad o cambio en abstracto. La verdadera disyuntiva es continuidad en la decadencia o cambio real con carácter. La continuidad que encarna Jara es la del fracaso repetido; la continuidad que encarnan el centro y la derecha, es la del acomodo perpetuo. Ambas son caras distintas de lo mismo: seguir administrando la decadencia.

La independencia de 1810 no fue continuidad ni un cambio cosmético: fue una ruptura audaz, con riesgos y con coraje. Hoy falta precisamente eso: el coraje de reconocer que Chile no aguanta más diagnósticos ni frases bonitas, sino decisiones con carácter. Porque nuestro país puede mucho más que discursos adornados con historia y promesas huecas. Y porque la verdadera disyuntiva no es continuidad o cambio. La verdadera disyuntiva es seguir administrando la decadencia o atreverse, de una vez por todas, a recuperar y reconstruir nuestra grandeza.

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