Opinión

COP30: una lectura sin cinismo ni ingenuidad

Cada vez que termina una COP pasa lo mismo: titulares de decepción, hilos indignados en redes y la frase de siempre: “el proceso está roto”. La verdad es más incómoda, pero también más útil: la COP no está rota, está haciendo exactamente lo que puede hacer… y el problema es que seguimos leyéndola como si fuera otra cosa.

Pretender que 195 países se pongan de acuerdo, por consenso, en un texto que deje felices a todos es casi tan realista como esperar que la asamblea de un edificio se ponga de acuerdo en media hora sobre mascotas y ruidos. Solo que aquí, en un extremo hay países que se juegan su supervivencia física, y en el otro, países que sienten que se juega su modelo económico. Si uno entiende eso, la COP30 en Belém se ve distinta.

El primer error es creer que la COP es solo el párrafo final que se aprueba a las tres de la mañana. Eso es importante, pero es solo una capa. La primera capa es la negociación entre gobiernos: borradores, corchetes, plenarias eternas. Como requiere el consenso de 195 países, el resultado es, por diseño, el mínimo común denominador, no el máximo de ambición. La segunda capa es la agenda de acción dentro de la COP, la famosa “Blue Zone”. Ahí se mueven ciudades, empresas, bancos, regiones, pueblos indígenas, universidades. Es el espacio donde se muestran soluciones, se coordinan hojas de ruta sectoriales, se lanzan estándares y se cierran alianzas. La tercera capa son los acuerdos que no requieren a todos: fondos como el Tropical Forests Forever Facility (TFFF), coaliciones para mercados de carbono, acuerdos de financiamiento, pactos entre grupos de países. No necesitan unanimidad; necesitan masa crítica. Si solo miramos la primera capa, siempre concluiremos que “es insuficiente”. Si miramos las tres, la película cambia.

Además, Belém no se negoció en el vacío. Llegamos a la COP30 con un vacío de liderazgo global: Estados Unidos ausente de la recta final, Europa dividida y a la defensiva, y un bloque de petroestados muy cómodo usando su poder de veto. Dentro del propio Brasil se reflejó la tensión global entre extractivismo y protección: mientras Marina Silva empujaba por una hoja de ruta clara para salir de los fósiles y frenar la deforestación, otros sectores del gobierno fueron más reticentes. Resultado: la Amazonía tuvo menos protagonismo en el texto final del que uno esperaría en pleno corazón del bosque. A eso se suman guerras que consumen atención y presupuesto, y una ONU que sigue funcionando con una regla de consenso pensada para otro siglo. Nada de esto excusa los bloqueos, pero sí ayuda a entender por qué es poco realista exigir que una COP, en tres semanas, arregle lo que la geopolítica boicotea todo el año.

Con todo ese ruido de fondo, la COP30 consiguió de todas formas mover algunas piezas importantes. Primero, el dinero. Los países acordaron triplicar el financiamiento para adaptación hacia 2035. No cierra la brecha, pero reconoce por fin que adaptarse al cambio climático no puede depender de migajas ni de la buena voluntad del año. En paralelo, Brasil lanzó el Tropical Forests Forever Facility, un fondo global para recompensar la protección de bosques tropicales, con miles de millones de dólares ya anunciados y una meta de llegar a decenas de miles de millones en el tiempo. Es, potencialmente, el mayor fondo de bosques de la historia, con una fracción relevante dirigida a pueblos indígenas y comunidades locales, quienes mejor cuidan esos ecosistemas.

Segundo, la economía real entró al salón principal. Por primera vez la COP acordó diálogos formales sobre comercio y clima: aranceles verdes, cadenas de suministro, competitividad. En buen castellano: se empieza a discutir en serio cómo se van a reorganizar los mercados en un mundo que tiene que descarbonizarse rápido. Y la agenda de acción mostró que ciudades, estados, empresas y bancos ya están moviendo inversiones de gran escala hacia energías renovables, restauración de ecosistemas y descarbonización industrial. La COP se parece cada vez menos a un tratado ambiental clásico y cada vez más a un foro de política económica del siglo XXI.

Tercero, personas y territorios tomaron protagonismo. Belém fue, con justicia, la COP de los bosques y de los pueblos indígenas: presencia récord de sus liderazgos, nuevos territorios demarcados en Brasil, compromisos crecientes de financiamiento directo. La idea de “transición justa” dejó de ser un eslogan bonito en los discursos y empezó a traducirse en mecanismos que miran explícitamente a los trabajadores y comunidades cuya forma de vida se verá transformada por la salida de los combustibles fósiles. Otra cosa es la velocidad con que eso se va a notar en el territorio, pero el diseño institucional se está moviendo.

Todo lo anterior es cierto. Y también lo es que el texto final de la COP30 no menciona los combustibles fósiles. Más de 80 países empujaron una hoja de ruta global para dejar atrás carbón, petróleo y gas. Pero un grupo de grandes productores se aseguró de borrar esa referencia, a pesar de que la COP anterior ya había abierto la puerta. Visto desde el deseo, es escandaloso. Visto desde la política real, es duro pero lógico: pedir a esos países que firmen felices la fecha de expiración de su modelo económico es tan realista como pedirle a Chile que apoye un acuerdo para no producir más cobre a partir de una fecha fijada por otros. Algo similar ocurrió con la idea de una ruta obligatoria para detener la deforestación al 2030: hubo orientaciones y señales, pero no un mandato duro, incluso estando en el corazón de la Amazonía. Reconocer esto no es cinismo, es honestidad básica.

Y aquí aparece la idea clave: la COP como piso, no como techo. Cuando se firmó el Acuerdo de París, el mundo iba camino a unos 3 °C de calentamiento hacia fines de siglo. Hoy, con todos sus defectos, las COP y las políticas que desencadenaron han ayudado a bajar esa trayectoria en alrededor de un grado. Seguimos en un escenario peligroso, pero estaríamos mucho peor sin este proceso. Por eso, repetir que “la COP está rota” puede sonar valiente, pero es engañoso. La COP está diseñada para ser piso común, no techo de ambición. Fija reglas, de transparencia, crea lenguaje compartido sobre adaptación, financiamiento y transición. El techo lo construyen los países que van más allá del promedio, las alianzas que acuerdan estándares y objetivos más ambiciosos, las ciudades y regiones que implementan antes, y las empresas y bancos que ya actúan como si un mundo de 1,5–2 °C fuera una realidad innegociable.

La impaciencia está más que justificada. Faltan compromisos claros para salir de los fósiles, proteger bosques y frenar la destrucción de la naturaleza. Pero el cinismo de “nada sirve” solo le regala poder a quienes quieren que todo siga igual. Creer en la COP no es creer en milagros diplomáticos; es entender sus límites, posibilidades y realidades, y usar mejor el proceso. Como gobiernos, sumándose a los que corren más rápido en vez de esconderse detrás del promedio. Como empresas, alineando estrategia y CapEx con las señales que salen de estas cumbres. Como ciudadanía, presionando para que la ambición ocurra entre una COP y la siguiente, no solo en la foto final.

Belém no nos dio el final feliz que muchos esperaban. Pero recordó algo importante: no tenemos otro espacio donde el mundo entero se siente a hablar de estas temáticas con reglas, datos y cierta rendición de cuentas. Hay un piso, hay avances, hay actores empujando. Lo que falta, que es mucho, ya no depende solo de la próxima COP, sino de cómo juguemos el partido en el tiempo que hay entre una y otra.

Por Gonzalo Muñoz Abogabir y Daniel Vercelli Baladron, cofundadores de Manuia consultora y Ambition Loop

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