De entre las ruinas de Chile

Manifestación en Plaza Baquedano a 92 dia del estallido social


Por Joaquín Trujillo, investigador del Centro de Estudios Públicos

La pregunta por la ruina de nuestro mundo, sea Occidente, América, Chile, es tan vieja como su respuesta. Algunos han propuesto que nos arruinamos ya cuando América, en vez de por ingleses, fue conquistada por españoles (una variante tarda de la tesis según la cual América anglosajona fue conquistada con el Antiguo, y la hispana, con el Nuevo Testamento). Otros han alegado que se arruinó cuando el arrogante despotismo ilustrado desmanteló el hilvanado próspero y pacifista de los jesuitas en América (siglo XVIII). O también, cuando nos deshicimos del rey español para dejar en su lugar a oligarcas narcisistas. O bien, en nuestro caso, cuando Chile habría licuado su densidad geopolítica al derrocar a Balmaceda. Cuando dilapidó valiosas décadas en las sillas musicales del parlamentarismo. Cuando la reforma agraria, al menospreciar el derecho de propiedad, ocasiona una reacción en cadena sobre todo el sistema de convivencia jurídica. Cuando los partidos internacionales ofrecieron a Chile como atolón de Mururoa. Cuando, confinada en Pinochet, la derecha se autoindujo un coma profundo. Cuando la triunfante Concertación pospuso permanentemente el cumplimiento de las promesas de la alegría. Cuando a esa escuela de roce social y político que fue la educación pública se la dio por desahuciada... Suma y sigue.

Si nos remontamos más atrás, las narrativas fundacionales de Occidente están repletas de hitos ruinosos. El relato del Génesis cuenta que en el principio fue la luz, todas las cosas espléndidas y buenas, e inmediatamente la ruina de Adán y Eva, de Caín, y el reseteo o diluvio universal. El Imperio Romano, esa unidad diversa nunca más lograda, se creyó hijo del fracaso, o sea, de la ruinosa Troya. Es más, la Edad Media tiene algo de larga digestión de la indesmentible caída del Imperio, al extremo que durante siglos la mínima concordancia que hubo fue en buena medida un fruto de obstinación: la de aquellos que juraban que dicho Imperio seguía, pese a todo, existiendo.

Pues, según compendian estos ejemplos, junto al pesimismo de la ruina ha florecido el optimismo de lo que está por ser. A menudo los desmesurados se han apresurado a declarar la ruina de todo y a propiciar el reinicio de todo, como si esta fórmula respecto de un todo homogéneo no tuviera en sus propios términos mucho de contradicción.

Las preguntas acerca de cuándo se jodió esto o aquello son habituales en quienes han experimentado la ilusión, acaso no del todo embustera, de una cierta supremacía. Pero está visto que esas endorfinas no son buenas consejeras porque son esencialmente pasajeras.

No está demás, entonces, recordar que Andrés Bello observó que eran las letras -sí, las insignificantes letras-, las que lo habían consolado: “como la flor que hermosea las ruinas”. Y claro, él vio desde inicios del 1800 derrumbarse, aquí y allá, todo su mundo que, al final, no fue más que una parte, un hemisferio, región, provincia, villa, una esquina.

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