Deferencia

constitución


Por Joaquín Trujillo, Centro de Estudios Públicos

Una de las tragedias más antiguas, “Los persas”, muestra al rey Jerjes saliendo soberbio contra los griegos; a su madre, la viuda del rey Darío, con sueños premonitorios y a Jerjes y los restos de su ejército regresando derrotados. Se trata de un réquiem de guerra en honor de los vencidos que, sin embargo, no fue escrito por un persa, sino que por un griego, es decir, un enemigo. Lo mismo pasa con las tragedias del ciclo troyano. Un griego celebra a las víctimas de la guerra de Troya y juzga severamente a los vencedores, a los griegos, a los suyos.

El poeta Ercilla creyó ver en los mapuches a héroes mitológicos, no a simples aborígenes que había que liquidar. O el almirante Grau: su misiva a la viuda de Prat es una carta del humanismo.

Salvador Allende que homenajeaba al historiador Domingo Amunátegui figura de la derecha liberal. Francisco Bulnes que defendió, con éxito, a Carmen Lazo cuando derechistas de otras latitudes osaron segregarla durante un encuentro internacional de parlamentarios.

La historia de Occidente, América, Chile, está repleta de casos notables en que los seres humanos exhiben eso apenas perceptible que se llama: deferencia. La deferencia no es lo mismo que la reciprocidad (hoy por mí, mañana por ti); es más bien una suerte de liberalidad, o sea, un dar sin esperar mucho a cambio (porque dar -o, mejor dicho, recibir- sin esperar nada a cambio se llama masoquismo). Si la tan vapuleada civilización occidental tiene algo rescatable es ese principio, el de la deferencia, que impide que los lazos, incluso los más débiles, se rompan irremediablemente. El mismo principio que desentierra pueblos vencidos y los reconoce es el que hace bueno el día saludando “buenos días”.

Se cuenta que el entonces recién llegado a Chile, Andrés Bello, habría participado activamente en la redacción de la Constitución de 1833. Se sabe que su adversario, el también poeta José Joaquín de Mora había hecho lo propio con la anterior, la más progresista Constitución de 1828.

Estas dos constituciones estuvieron separadas por un duro enfrentamiento armado que tuvo en la Batalla de Lircay su momento cúlmine. De Mora se retiró de Chile para nunca volver. Bello lo reemplazó en muchas de sus empresas. Ambos no se querían y puede decirse que se trató de una de las primeras guerrillas literarias.

Pero, ante todo, Bello, cuando se refirió a la Constitución de 1833, la llamó “la reforma de la Constitución de 1828”. ¿Era realmente una reforma? Difícilmente, pero lo cierto es que en esa retórica pública estaba operando ese principio, el de la deferencia.

En 1980, cuando Pinochet celebraba la recién inaugurada Constitución de 1980, no la llamaba “la reforma de la Constitución de 1925”, sino que festinaba “la nueva Constitución”, la suya.

Y seguramente decía la verdad, pues la deferencia tal vez sea la más blanca de todas las mentiras, aquellas por las cuales sobrevivimos a la cruda realidad, que siempre puede ser peor.

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